El inevitable factor humano.

19/01.- Cuando las cosas vienen mal dadas, es innato el instinto de supervivencia política, y solo los más íntegros permanecen leales a sus ideales y a quienes parecen encarnarlos.

​Publicado en la revista Desde la Puerta del Sol, núm 405, de 19 de enero de 2021. Ver portada Desde la Puerta del Sol en La Razón de la ProaRecibir actualizaciones de La Razón de la Proa.​

El inevitable factor humano.

Decía en mi anterior artículo que todas las fuerzas vivas del Sistema han mostrado una unanimidad, nada sospechosa, al alborozarse del triunfo de Biden, con la consiguiente condena a los infiernos de Trump; el asalto al Capitolio ha servido excelentemente para la demonización absoluta del derrotado. Ya empiezan a llegar noticias constantes de que a este le crecen los enanos, y algunos fieles partidarios y muchos fervientes colaboradores de hasta hace poco van uniendo sus críticas a los antitrump de siempre, echando mano del me equivoqué, esto sí que no, fui engañado, y cosas por el estilo.

A los que asistíamos de muy lejos al enfrentamiento de lo que se ha venido en llamar las dos Américas, por una parte, nos resulta casi divertido el espectáculo, pero, por la otra, nos invita a la reflexión sobre la frágil condición humana. Y ejemplos en la historia nunca han faltado para esa meditación acerca del factor humano, al margen de ideologías políticas, bandos contendientes y circunstancias muy lejanas entre sí.

Leí en cierta ocasión (y cito de memoria por pereza en buscar la referencia exacta) que cierta publicación de París se hacía eco de la fuga de Napoleón de la isla de Elba con titulares parecidos a estos: ¡El monstruo se ha escapado de su encierro!; cuando el Gran Corso desembarca en suelo francés y se le unen sus fieles para aquel reinado de los 100 días, el mismo periódico encabeza así la información: ¡Napoleón ya está en Francia!; conforme avanzaba hacia la capital, variaba el titular: ¡El Emperador se acerca a París!; y el día antes de su entrada triunfal, el rotativo invitaba de este modo a sus lectores: ¡Acudamos a vitorear a nuestro Gran Emperador! No me consta cuáles fueron las noticias y titulares después de Waterloo, pero nos los podemos imaginar sin esfuerzo.

Otro caso histórico de parecido jaez aparece recogida en las crónicas de Ismael Herráinz sobre la dividida Italia a la caída de Mussolini (recogidas en el libro "Italia fuera de combate"): muchos anteriores jerarcas fascistas se deshacían en elogios hacia el pequeño rey Saboya, y dice el periodista español que las alcantarillas de Roma arrastraban multitud de emblemas del littorio de los que se habían desprendido apresuradamente quienes, hasta hace poco tiempo, enronquecían aclamando al Duce en sus apariciones en al balcón del Palacio de Venecia.

Tampoco hace falta ir tan lejos en el tiempo. Los que tenemos cierta edad y buena memoria (además de hemerotecas particulares), recordamos lo que ocurrió en España nada más comenzada la Transición: desde aquella frase sobre la ominosa dictadura de Adolfo Suárez, antiguo secretario general del Movimiento, hasta las numerosas profesiones de fe democrática (o socialista, o ambas cosas a la vez) de políticos, empresarios y artistas que se daban de bofetadas por ser invitados a las fiestas de La Granja cada 18 de julio; las lealtades inquebrantables, los juramentos ante la Biblia, las guerreras blancas y las condecoraciones y prebendas recibidas, quedaban en el olvido absoluto; fue innumerable el número de personajes y personajillos que experimentaron el camino de Damasco por aquellas fechas: nihil nuovo sub sole.

Parece que lo mismo ocurre en estos momentos en los Estados Unidos de América; acaso mañana veremos el mismo fenómeno en Cuba o Venezuela, porque repetimos que no se trata de ideologías, sino de esa condición humana, por lo menos desde el episodio de la serpiente y la manzana en el Jardín del Edén.

Sin embargo, no caigamos en el pesimismo; asumamos esa condición con realismo, comprensión y naturalidad. Cuando las cosas vienen mal dadas, es innato el instinto de supervivencia política, y solo los más íntegros permanecen leales a sus ideales y a quienes parecen encarnarlos. Y no se trata solo de los Mártires de la Fe, que nunca aparecerán en los anales de cualquier memoria histórica y democrática y que resultan tan molestas incluso a algunas jerarquías de la Iglesia española, sino de cualquier ciudadano que, en lo religioso, en lo político o, en general, en el uso del pensamiento y la actitud libres, es capaz de repetirse el mantenella y no enmendalla, como guía de conducta.

Animo a todos los lectores a que se integren en este grupo de personas, mayoritario, minoritario o marginal, qué más da, aunque reciban las invectivas despiadadas de los conversos. En todo caso, quienes perseveren tienen ganado de antemano dormir con la conciencia tranquila.

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