Hilando fino

2/FEB.- Se ha hecho popular la expresión totalitarismo democrático, que, en lugar de ser un oxímoron, representa una cruda realidad, especialmente para quienes, en lugar de aceptar con las orejas gachas un impuesto consenso, piensan por libre y son partidarios de un respetuoso y legal disenso.

Hilando fino

Es sabido que las palabras de un idioma pueden cambiar de sentido con el transcurso del tiempo; un término puede dejar de representar un concepto y adquirir una significación distinta, cuando no opuesta, a la original.

En ocasiones, esto origina que una palabra llegue a ser polivalente, según las ideas previas, el contexto o la intención de quien la emplea.

Un ejemplo claro es totalitarismo, término acuñado por Lenin y, de ahí, al fascismo, y que todo el mundo relaciona fácilmente con la consigna mussoliniana Todo por el Estado; nada fuera del Estado; nada contra el Estado.

Sin embargo, en nuestro Ortega y Gasset encontramos otra significación muy distinta, el Estado de todos, es decir, lo que llamaría, años después, Laín Entralgo un Estado inclusivo, como opuesto al que está ocupado y detentado por un partido, una clase social o una bandería.

Así, al tratar Ortega de los Estados Totalitarios de los años treinta del pasado siglo, dice que este es un nombre impropio (En cuanto al pacifismo, texto de 1937 insertado en La Rebelión de las Masas); totalizar, para el filósofo, es el antónimo de particularizar, y no extraño por tanto que señale el particularismo español (territorial, partidista o clasista) como una de las raíces de los males de España.

Sin embargo, a estas alturas, totalitario ya se ha consolidado socialmente en su significado más peyorativo, y acusar a alguien de ello ha devenido en insulto grave, dando a entender que esa persona o esa situación es merecedora del ostracismo y de condenación sin paliativos.

Asumido, pues, este sentido actual del término, uno considera que muchos son totalitarios en el fondo de su conciencia y en sus actitudes, por más que revistan esta nota evidente con el también polivalente epíteto de demócrata; estos muchos sienten la tentación inaguantable de que nada escape a su peculiar concepción de la política, de la vida y del mundo, y que todo sea visto y regido por su idea.

En términos amplios, ya se ha hecho popular la expresión totalitarismo democrático, que, en lugar de ser un oxímoron, representa una cruda realidad, especialmente para quienes, en lugar de aceptar con las orejas gachas un impuesto consenso, piensan por libre y son partidarios de un respetuoso y legal disenso.

Y, descendiendo a casos concretos, no es menos cierto que las ideologías que constituyen hasta la fecha el sustento gubernamental de España presentan todas ellas claras evidencias de totalitarismo, en el sentido impropio que otorgaba el filósofo madrileño.

Además, este totalitarismo procede, en la mayoría de las ocasiones, de los más recónditos estratos de la personalidad de quienes lo sienten y practican sin cortapisa alguna; es un reflejo de su subconsciente, de los impulsos otrora reprimidos y ahora liberados por la asunción fortuita de una parcela de poder; es una generalización social, y tiránica, de sus frustraciones o anhelos más íntimos.

Pero eso poco les importa a los aprendices de dictadores si se ven respaldados, como es el caso, por una Ingeniería Social puesta a su servicio.

 Volvamos a Ortega y a su ejemplo al caso: Cuanto más reducida sea la esfera de acción propia de una idea, más perturbadora será su influencia si se pretende proyectarla sobre la totalidad de la vida. Imagínese lo que sería un vegetariano en frenesí, que aspirase a mirar el mundo desde lo alto de su vegetarianismo culinario; en arte, censuraría cuanto no fuese un paisaje hortelano; en economía nacional, sería eminentemente agrícola (El Espectador).

De este modo ocurre, por ejemplo, con los nacionalistas –apoyo, de momento, del gobierno Frankenstein de Sánchez– que tratan de imponer su criterio a toda la sociedad de la que forman parte, silenciando, ahogando o demonizando a quienes no los secundan; recuerdo a tal efecto un cartelón, profusamente difundido hace unos años en Cataluña, que instaba a practicar en catalán todas las actividades de la vida: leer, estudiar, hablar, cocinar, besar, amar… y no sé cuántas cosas más. Claro que ya sabemos que todo nacionalismo es totalitario por definición.

También podemos aplicar lo expuesto a quienes se ocupan de adoctrinar en la Enseñanza desde puntos de vista tan personales como el código LGTBI, las teorías femen, el ecologismo radical o el animalismo.

Bastaría con repasar las biografías, antecedentes o experiencias privadas de quienes han sido encaramados a alguna poltrona y se sienten algo así como pequeños zares con prerrogativas para dictar ucases inapelables sobre los tiernos ocupantes de las aulas y sobre sus familias, y se ponen de los nervios con el famoso pin parental.

Saquemos, pues, nuestras consecuencias, aunque tengamos que bucear en aspectos reservados a la Psicología Profunda o echar mano de las hemerotecas.


 

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