Se acabó la fiesta

18/08.- Ya está bien de tanta fiesta alocada, ya está bien de estos actos delictivos que atentan contra la salud pública, en especial de los más vulnerables; basta ya de tanto descerebrado sin castigo. Hay que poner fin, de manera inmediata y contundente, al desmán y abuso de los irresponsables...

Publicado en el Nº 341 de 'Desde la Puerta del Sol', de 18 de agosto de 2020.
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Se acabó la fiesta

Ocio nocturno descontrolado, macro fiestas al más puro estilo romano, botellones de la estepa rusa, terrazas atestadas de público desenmascarado y calles repletas de gentes, muchas de ellas sin guardar ningún tipo de distancia. Este es el panorama de la irresponsabilidad social que tiñe todo el territorio patrio. Parece que estamos en carnavales disfrutando de la fiesta de disfraces, con mascarillas de todos los colores y gentes embozadas alegremente festejando, en animado jolgorio, tan trágico comento. No es de recibo.

Mientras, la cruda realidad es que el número de casos, las cifras de fallecidos y contagiados no cesa de crecer de forma alarmante. Somos un pueblo que peca de insolidaridad y de un egoísmo incomprensible. Nuestros mayores, confinados en sus casas, recluídos en las residencias de ancianos y vulnerables en grado extremo, son castigados de forma inmerecida por tanto comportamiento descerebrado y lunático. Es muy doloroso lo vivido y me temo que es más triste lo que está por llegar.

Es el triunfo del hedonismo en su máxima expresión, el éxito de una ruptura intergeneracional de forma clamorosa, sin ninguna excusa posible a tanto desmán. Ellos que, de una manera entregada y sacrificada, esforzada y abnegada, contribuyeron a la construcción de nuestro estado de bienestar, son sacrificados y excluidos de la protección y la especial atención de aquellos a los que tanto se dieron, y a los que tanto dieron. Es absolutamente injusto. Así de claro.

¿Qué tipo de sociedad hemos creado? ¿Qué clase de personas hemos maleducado? Algo terriblemente serio viene ocurriendo desde hace décadas, no es nada nuevo, ni de ayer, ni de hoy. Es un proceso destructivo cuya génesis se viene gestando desde las familias, desestructuradas y escapistas ante su responsabilidad de formar y educar a los más jóvenes, un camino iniciado desde la cuna hasta la integración en el conjunto de la sociedad.

Se preguntaba Aristóteles que cuál era anterior ¿La casa, o la ciudad? No tengo duda al respecto, la casa, es decir, la persona es anterior a la sociedad. La ciudad, es decir, la sociedad es el resultado del conjunto de casas, de personas. Una ciudad es hermosa, ordenada y bella, si sus habitantes contribuyen a su desarrollo y mejor crecimiento, a su protección y defensa común. Hoy no ocurre esto, ya que el sentido del compromiso social con el otro no existe, ha desaparecido. En todo ello el individualismo y el nihilismo, entendido como la negación y ausencia de trascendencia y creencia, no necesariamente religiosa, es causa de tanto mal y tanto exceso reprobable.

¿Qué papel juega la escuela en todo ello? ¿Qué tipo de formación se imparte? Sería temerario por mi parte defender que la escuela sustituye a la familia. No lo creo, ni lo defenderé nunca. La familia es la primera escuela de la vida, el ámbito en el que se forjan caracteres, personalidades e identidades, siempre a la luz de una constante labor educativa de los padres. La escuela no puede ser solamente un centro de instrucción en saberes científicos, unos centros burocráticos de administración educativa, ni menos aún escuelas de baile, laboratorios de idiomas o aulas de informática. La escuela, así me gusta llamarla, debe ser el refuerzo en el proceso de construcción de las personas. Para que nos entendamos de forma adecuada, una escuela de valores.

Hoy esto no ocurre. Las nuevas tecnologías, el aprendizaje de lenguas extranjeras y el positivismo científico han dado paso al utilitarismo y pragmatismo más preocupante. Hay profesores, no maestros; hay funcionarios de la educación, no auténticos educadores. Por supuesto que hay excepciones, que hay profesionales con preocupaciones que van más allá de lo curricular, no lo negaré nunca. Sin embargo, lo esencial se diluye entre lo exclusivamente académico, alcanza su éxito lo estadístico, siempre matizado y suavizado por el número, adulterando y endulzando ese otro «fracaso escolar», que no es el de los aprobados y suspensos. Es sumamente trágico, terriblemente adverso a la real necesidad que demanda nuestra sociedad. Nadie en su sano juicio negará, porque es evidente, que la educación es la mejor prevención para el desorden social y el desorden personal e individual.

Por otro lado, el drama se vive en la sanidad. Muerte y dolor comparten escena con el divertimento, casi lujurioso, y la felicidad mal entendida, ajena a tanto sufrimiento y castigo. Nuestros sanitarios, de toda índole y condición, libran un combate sin cuartel contra la maldita enfermedad. Se entregan, con enorme arrojo y coraje, en el desempeño de su labor frente a la traicionera enfermedad. Son héroes cuya deuda es imposible de pagar, personas que con generosidad sin tasa se baten en duelo formidable con nuestro enemigo común. La lista de bajas y afectados en el lance es numerosa.

Su ejemplaridad es motivo de orgullo y distinción para todos, o debería serlo. Abrumados y consternados se encuentran ante esas detestables conductas ciudadanas cuyas consecuencias tienen que afrontar a diario, en no pocas ocasiones con escasos medios y seguridad imposible. Ponen en juego sus vidas para defender las nuestras. Les debemos, además de un merecido reconocimiento y homenaje, un apoyo desde la responsabilidad en nuestras conductas. No se les está dando, más al contrario, se les está negando de forma vergonzosa.

Ya está bien de tanta fiesta alocada, ya está bien de estos actos delictivos que atentan contra la salud pública, en especial de los más vulnerables; basta ya de tanto descerebrado sin castigo. Hay que poner fin, de manera inmediata y contundente, al desmán y abuso de los irresponsables. La sociedad, por supuesto sus responsables ejecutivos, no se pueden poner de perfil y transigir tolerando lo intolerable.

Ya sé que tenemos un gobierno de incompetentes, pero no es menos cierto que los ciudadanos nos hemos convertido en un rebaño en estampida sin ser controlados, castigados y sancionados por las autoridades competentes de hacerlo. Como ciudadano, como persona de bien, como compatriota comprometido con el interés común exijo que se acabe la fiesta. No se puede admitir que las bacanales y la insolidaridad asesina siegue, cercene y se lleve por delante la existencia de todos, y la vida de tantos.

De forma íntima, personal, hago un serio llamamiento, cuasi desesperado, a la cordura, a la autoexigencia, a la adopción de medidas severas contra los lobos de nuestra sociedad y, por supuesto, a que las familias sean conscientes de su magnífica labor de educar a las generaciones venideras. Uno no puede enseñar aquello que jamás ha aprendido.

 

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