Ser o no ser

28/ENE.- Y esa es mi realidad, no hay otra, y vengan ustedes a discutírmelo. Y por las mismas razones, o parecidas, yo que soy macho, amo al otro de enfrente, que también es macho, o fémina con fémina si es el caso.

Publicado en la revista Desde la Puerta del Sol núm. 579, de 28 de enero de 2022. Ver portada Desde la Puerta del Sol en La Razón de la Proa (LRP).

A principios del siglo XVII el dramaturgo inglés Shakespeare puso en boca del príncipe de Dinamarca, Hamlet, la famosa frase «Ser o no ser», principio de un monólogo que dejaría huella en la literatura universal. Añadió, porque no le quedó otro remedio, que esa era la cuestión. Es decir, que dejó las cosas como estaban, o sea en la duda.

No mucho después un francés llamado Descartes, que también estuvo sujeto a los avatares del no saber qué hacer, organizó un tinglado dialéctico de considerable tamaño para resolverlo, alcanzando a descubrir la que llamó duda metódica, a partir de la cual construyó una especie de programa para ir tirando, que le fue bien, pues con él se permitió decir que existía, porque pensaba.

Pero la duda, la tremenda duda del hombre sobre estos cascotes siguió sin resolver, porque la realidad, ese monstruo que nos abraza, siguió asfixiándonos noche y día, digamos en su versión más mostrenca.

Leibniz la desmenuzó y la llamó «mónadas» pero apenas consiguió una explicación de laboratorio. Nuestro Calderón, también en el XVII, hizo una gran aportación cuando dijo que el honor era cosa del alma y esta solo era de Dios. O sea, que se podía entender que lo real tenía dos caras, la excelsa, impenetrable, arriba las estrellas, y la humana, abajo en la esfera en que nos movemos.

Después, llegó Hegel y dijo que todo era mentira, que las cosas reales lo eran transitoriamente, después se juntaban y se deshacían y producían una nueva forma, que a su vez era polo de otra serie interminable. Y así hasta el infinito, que el muy cretino supuso era él. Más tarde vendrían los románticos, los realistas, naturalistas, las pruebas, los experimentos, las vanguardias... Y así hasta que un alemán introdujo una especie física en la conceptuación de la realidad, que llamó relatividad. Es la ubre de que hemos mamado durante todo el siglo XX y aún en el XXI.

Al parecer, pocos se dieron cuenta de lo que eso significaba. Siglos tras siglos operando bajo supuestos clásicos, digamos platónicos-aristotélicos, dejando que la filosofía se encargara de darle respuesta a esa cosa llamada ser desde los griegos, y tuvo que ser un fugitivo del nazismo quien se encargara de introducir una noción física a la realidad. O lo que era lo mismo: la duda desaparecía para siempre de los esquemas mentales. Las cosas de la vida serían como eran o como quisiéramos que fueran. Y todo porque el buen hombre había descubierto que, en el mundo, el mundo en el que él vivía, todo era relativo, contingente, aplicable, proporcional al estado de ánimo del individuo que lo contemplara.

Desde entonces, fíjense bien, ya no se diría «ser o no ser» sino «ser o no quiero ser». La antinomia pasaba a los libros. La inclusión de la voluntad, que no lo olvidemos pertenecía al reino de Dios, en el debate de la realidad fue la llave omnímoda que velaría por nuestra conciencia sobre las cosas, es decir la realidad tal y como se nos presenta. Fue tremendo.

Tras de Hiroshima fue horrible, pues en el serón de unos pocos años de «paz en el mundo», sobre todo la de Europa, desapareció la filosofía como tal y subió unos grados el «ensayo», que es lo que tenemos. Pero el ensayo, ha tenido también sus consecuencias, la más cruel arrogarse el mérito de haber domeñado la realidad. Quiérese decir, haber fundido en la hoguera de las vanidades el misterioso mundo de la duda que nos procuraba vida.

Porque el hombre, sujeto vil sobre la Tierra, se miraba a sí mismo y decía: «mis genitales son estos, y los de la mujer son aquellos», pero yo decido lo contrario. Yo quiero no ser lo que soy sino lo que quiero ser, y con arreglo a este patrón me cambio la ropa, el pelo, los pinchos, y no sé qué más, y aparezco en televisión diciendo que he salido del armario.

Y esa es mi realidad, no hay otra, y vengan ustedes a discutírmelo. Y por las mismas razones, o parecidas, yo que soy macho, amo al otro de enfrente, que también es macho, o fémina con fémina si es el caso. Y como soy relativo a carta cabal, decido, o decide ella, es igual, que el bebé que lleva en las tripas hay que asesinarlo, dado que en mi nueva concepción de la realidad somos nosotros los que mandamos.

Y un día, más al final, como este modo de vivir con achaques y precios de la electricidad inasumibles, y estoy harto ya de asistir a los entierros, le digo al Estado que me aplique sus leyes democráticas, quiero decir las de la mitad más uno, y me mande al otro barrio, que es donde espero encontrarme con mi amigo de la Barca, que me decía hace ya siglos que en ese reino solo se hablaba de Dios. Porque en él, pese al señor Einstein, todo es absoluto.




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