Una crónica ultramundana

17/11.- Algo pasa en esos despachos cuando cada quien que lleva una cartera de Educación quiere dejar su huella para la posteridad. La ministra Celaá, desde luego, no es menos.

​Publicado en la revista 'Desde la Puerta del Sol', núm 377, de 17 de noviembre de 2020.
Ver portada Desde la Puerta del Sol en La Razón de la Proa.

Una crónica ultramundana

En el ignoto territorio del más allá se ha producido una rebelión tumultuosa que, por ahora, todavía no sabemos qué consecuencias va a tener: sus moradores, habitantes de la eternidad semicompleta, pues ni ellos mismos saben cuándo va a tener lugar la resurrección de los muertos, que decimos en el Credo, se han alzado en armas y desde este lado, quiero decir el más acá, se ha sabido que no les falta razón.

En esta crónica vamos a tratar de explicarlo, por más que parezca un cuento chino. Pero nada hay más verdadero que los movimientos en masa provenientes de ese lugar tan lejano.

Convendrá saber, primeramente, en qué consiste esa peculiar residencia, adonde todos hemos de acudir algún día. En sus orígenes era un simple pabellón de madera, de madera de pino, que es un árbol muy noble y acreditado, en cuyo frontis lucía la letra Ñ, lo cual indicaba que la gente que allí iba procedía de un país llamado España.

Era natural, por eso la eñe de lo alto. Más tarde, pasito pasito, poco a poco, con el fluir de los siglos, con la venia de unos reyes, hubo que ampliarlo hasta convertirlo en polígono industrial, porque a unos cuantos aventureros, visionarios y soñadores, se les ocurrió incorporar a Occidente (que entonces era solo Europa) nada menos que un continente situado al otro lado del océano y, por qué no, unos enclaves diseminados por el resto del mundo.

Para la regencia, administración y buen curso de esta institución de retiro se sirvieron de unos pocos voluntarios escogidos entre ellos mismos pero más tarde, es decir anteayer, trascendida que fue la cosa, desde este lado se nombró para el cargo a un señor llamado Simón, que al parecer era el único enterrador que había en el pueblo.

Entre sus obligaciones estaba la de registrar los ingresos e ir distribuyendo al personal que le llegaba, unos a la derecha y otros a la izquierda, aunque luego se ha visto forzado a habilitar un sector de las gradas para los que dicen pertenecer al centro, que es un membrete de enigmática naturaleza que algunos interpretan como querer estar en todas partes y no cobrar de ninguna.

Pero volvamos a lo nuestro.

Ustedes se preguntarán, a estas alturas, a santo de qué rebelión tan portentosa. Porque para dar al traste con su adormecido descanso eterno tenían que sentir en los huesos, nunca mejor dicho, algo así como una convulsión descomunal. Una alerta máxima, un aviso misterioso de invasión. Algo que solo con oírlo les fuera en ello la muerte, que era su lecho natural. Y lo sintieron. En el país que les había sido cuna durante sus vidas terrenales, o de adopción o referencia, la tierra donde todos se habían entendido por la primitiva razón de pensar, decir y, sobre todo escribir, en una misma lengua, una señora había propuesto relegar a objeto de museo nada menos que ese vehículo primordial de comunicación, cultura y transmisión de ideas y sentimientos.

Es decir, hasta ese remoto lugar había llegado la noticia de que el idioma español iba a ser degradado a lengua vehicular, que quiere decir aberración conceptual, palabra que ni siquiera contempla la RAE. Para las adormecidas momias de las tumbas era demasiado.

En tromba, sacudidos como juncos cuando sopla el vendaval, capitaneados por un Espartaco aguerrido pero temible para el Imperio, allá que formaron legión en los espacios infinitos y pusieron proa a la Tierra dispuestos a presentar cara a la atrevida señora que quería dejar huella en su corta carrera política. Un ejército nutrido, unos tercios donde se hablaba español, aunque nadie percibiera la enorme musicalidad de esa forma de expresarse, pues eran esqueletos amortizados. En su traslado les dio tiempo a pergeñar un manifiesto de repulsa, que, naturalmente, no voy a reproducir aquí, pero sí decir que desde Per Abbat, que era un copista, hasta el último de los escritores en español que dejó de respirar en estos días, todos clamaban por la defensa de la lengua que tuvieron a mano para decirnos lo que pensaban, fuera el siglo el que fuese.

En ese contingente armado, se supone que con hachas de piedra, que es lo más auténtico que se ha inventado para combatir, conducidos por uno que estuvo preso en África, un tal Cervantes, iban enrolados otros no de menos talla. Allí cantaba sus versos un Jorge Manrique, allí escribía sus comedias otro de nombre Lope, y tantos más. No me resisto a pasar por alto a los Quevedo, Tirso, Calderón, como así a los Galdós, Guillén, y Neruda, por no hacer la lista interminable. Pues todos juntos, en la paz de los muertos, en defensa del idioma que les sirvió de herramienta mientras vivieron. Una tribu de desenterrados harapientos, vendajes llenos de porquería y sanguinolentos rostros que nada tenía que envidiar a la de Michael Jackson.

Pero ¿quién era la conspicua agresora? Se dice que actuaba bajo consigna, pues está incluida en la nómina de los que se suben el sueldo cada dos por tres. Es una señora que, por su apellido, ha debido tener ascendencia finlandesa, aunque sea justo señalar que se expresa fluidamente en nuestro idioma, que hablan, dicen, 500 millones de personas. Para más señas, ha sido elevada al pedestal de ministra y ya se encargan las terminales mediáticas afines de calificar sus acometidas Ley Celaá.

Algo pasa en esos despachos cuando cada quien que lleva una cartera de Educación quiere dejar su huella para la posteridad. La ministra Celaá, desde luego, no es menos. Suponemos que sabe cuánto daño causará su decisión, pero da lo mismo. Cuando se reciben instrucciones de arriba solo queda obedecer. Es una lástima, porque un día, cuando lo tenga señalado, irá al pabellón Ñ para siempre y allí, lo quiera o no, tendrá que valerse de nuestros verbos.

Otros, algunas veces dados a las barbaridades, cuando queremos innovar, llamamos a Sancho y montamos a Clavileño, que también era de madera. Pero fabricado en España.

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