El carrito de los helados

24/11.- Aunque me afano lo indecible por averiguar la verdad, no consigo descifrar el significado de esa cosa tan corriente que en los medios escritos, los invisibles, y, sobre todo, en la televisión, y no solo la regada por el Gobierno, llaman el carrito de los helados.

​Publicado en la revista 'Desde la Puerta del Sol', núm 381, de 24 de noviembre de 2020.
Ver portada Desde la Puerta del Sol en La Razón de la Proa.

El carrito de los helados

Tengo una duda razonable, como dicen los juristas del candidato republicano en las recientes elecciones de Estados Unidos de América, y, también, como diría nuestro ministro de Sanidad, que es filósofo, como es sabido.

No es ninguna broma. En realidad, todo el mundo, ejerza la función que ejerza, debería ejercitar su mente en la meditación. El señor Illa, por lo que sabemos, es un experto en el tratamiento de ser de las cosas. Ejem.

Por más que lo intento, por mucho que me empecino, aunque me afano lo indecible por averiguar la verdad, no consigo descifrar el significado de esa cosa tan corriente que en los medios escritos, los invisibles, y, sobre todo, en la televisión, y no solo la regada por el Gobierno, llaman el carrito de los helados.

En mis elucubraciones he llegado a pensar que se trata de alguno de esos artefactos que abundan en los supermercados y que una ama de casa, por supuesto compulsiva, obsesionada con las cenas frías, iba camino de caja para pagar cargada hasta arriba con piezas de todos los sabores, sépase: turrón, vainilla, tuttifrutti, etcétera, no como otras que dejan deslizar cremas cutáneas en el bolso, como sin darse cuenta. Pero no, no era eso. En realidad, es una sandez y ahora me pregunto si ha valido la pena referirla.

Otra línea de pensamiento me ha llevado a imaginar que la gente alude al extraño mundillo de las joyas mobiliarias. Podría ser que se tratase de un tesoro de madera de ébano, labrada por unas manos artesanas como ya son difíciles de encontrar, en vista del estado de la formación profesional, naturalmente con ruedas, pues es de cajón que no puede existir carrito sin estos apliques abajo, para que puedan ser desplazados con facilidad. Pero tampoco, pues estos muebles con patas redondas, si están tan bien hechos, suelen hallarse en los museos, para que los curiosos los vean sin tocarlos.

No quiero exagerar pero es sabido, por el mucho personal que le apetece ponerle las manos encima, que la noticia estriba en la multitud que se agolpa para asirlo, a ser posible con exclusividad, no solo los que tienen dinero para asar una vaca y los que van por el mundo presumiendo de tarjetas negras (no black), pero son caterva los que se apuntan al negocio, que no voy a citar, porque está en la mente de todos la musiquilla de «lo han cogido con el carrito...».

Lo habitual es que estén en el campo abierto, en medio del llano, entre una avenida y una plazuela con ribetes de modernidad. Así que mi congoja no tiene límite. A estas alturas persiste mi gran duda, que está en camino de perpetuarse y convertirse en metódica, lo cual me alinearía con el famoso Descartes, y eso, con todos los respetos, no me apetece.

He recurrido, al fin, a mis años juveniles. Recuerdo que en mi ciudad había un vendedor de chucherías (no chuches; es asombrosa la persistencia de algunos en apocopar) que las ofrecía a los transeúntes en un carrito en forma de barca. Era una espléndida nave, lucía en su arboladura unas banderitas de colores y, de vez en cuando, cuando estaba de humor, encendía no sé qué fogoncillo que llevaba en la bodega y echaba humo, una especie de artilugio, como los de Ibertren, un juguete que nunca tuve, aunque sí mis hijos. Los muchachos lo llamábamos, el hombre de las pipas, pero aquel vejete era un honrado comerciante y no se nos ocurría imaginar que pudiera escamotear sus tributos al Estado.

Al contrario, en su modestia nos merecía admiración extraordinaria. No sé qué fue de él, pero, como el del Titanic, supongo que se fue a pique un día cualquiera, precisamente, al chocar con uno de esos témpanos de huelo que tanto asustan a los navegantes. Lo digo por el gusto de avivar la memoria, pues ya son imágenes en blanco y negro y de vez en cuando hay que ver una película del cine mudo. Aunque las de hoy, suelen ser en color, aunque desvaídos los tonos, si no experimentos cibernéticos, argumentos cósmicos, persecuciones suicidas en coche por las calles de Nueva York o conspiraciones para asesinar al señor presidente, no diré cuál.

Últimamente tenemos la noticia de un caso cuando menos grotesco. Han informado los medios algunos, no todos, que al señor Echenique le han cogido aferrado al susodicho carrito. Como se da la circunstancia de que en él resulta poco menos que concomitante, pues desgraciadamente padece una enfermedad que le fuerza a desplazarse, también, en otro con ruedas, cosa que no tenemos más remedio que lamentar, conviene aclarar que la afición va por barrios.

Un asunto de trasvases de dinero de unas cuentas a otras, que los jueces determinarán hasta dónde eso es verdad o es mentira. Había tiempos en que se decía «coger a alguien con las manos en la masa», pero ese es un refrán que va perdiendo actualidad. El carrito de los helados lo ha remplazado.

Conclusión: poco a poco hemos ido descubriendo cuán atrasado estaba en mis deducciones, y debo reconocer que ponerme al día ha sido posible con el concurso/ayuda de ustedes, mis pacientes lectores. Lo que no hemos llegado a saber, con certeza, es qué hechura tiene. Si es alargado, curvo, en forma de ciruela o cuadriculado. Desde luego, tiene mucho gancho.

Debe de estar pintado con colores atractivos, o barnizado, o untado de vaselina, para que a las personas les parezcan objetos de deseo, aunque no a todas, por fortuna. Y cuando escribo personas me obligo a señalar, o especificar, los sexos, pues me sabría mal decir los géneros. En esto toca decir los tíos y las tías.

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