Resucitando a 'El Coyote'

14/07.- Me gusta imaginar a un Coyote redivivo, haciendo frente a quienes ultrajan la huella española en los Estados Unidos; seguro que las algaradas y manifestaciones contra Colón, Isabel la Católica, Fray Junípero o Cervantes se disolverían ipso facto con un par de certeros disparos contra las orejas de sus cabecillas o, mejor, de sus inductores...

Publicado en el Nº 330 de 'Desde la Puerta del Sol', de 14 de julio de 2020.
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Resucitando a 'El Coyote'

Resucitando a El Coyote

No recuerdo si les había dicho que sigo siendo un tremendo friki de don César de Echagüe y de El Coyote; el primero es un acomodado y bastante patriarcal ranchero californiano, sanchopancesco y contemporizador con los yanquis invasores de su tierra, mientras el segundo –su alter ego– es su azote inmisericorde de estos cuando se transforma con antifaz y sendos revólveres.

Nació El Coyote cinco años antes que un servidor, de la pluma del olvidado José Mallorquí Figuerola, y por lógica no pude leer sus aventuras hasta bastantes años después de su llegada al mundo de la ficción; después, con el tiempo, me he vengado suficientemente de esta diferencia de edades, pues llevo repasadas sus ciento noventa y dos novelas un sinfín de veces, y a ellas acudo sobre todo cuando me veo abrumado por la agobiante realidad. Qué le voy a hacer: habrá quienes prefieran evadirse con videojuegos o con programas tontorrones de la televisión…

Creo que hasta me enamoré de Lupe Martínez, la segunda esposa de don César, antes de que él se fijara en quien no era más que una humilde criada de su rancho, soñé con pasar algunas noches en la Posada de Don Carlos III, en agradable tertulia con Ricardo Yesares, y cabalgar junto a Joaquín Murrieta; no he desistido, tampoco y esta vez de verdad, de visitar alguna vez San Juan de Capistrano y otras antiguas misiones españolas de California.

Hasta aquí me imagino que muchos lectores, incluso de mi edad, no sabrán de qué les estoy hablando; no digamos los más jóvenes, que no habrán oído en sus vidas ni del personaje ni de su autor y, todo lo más, les sonará El Zorro, en la interpretación de Antonio Banderas; pues sí, nuestro Coyote parece que está inspirado en él, pero con profundas diferencias más allá de los saltos gimnásticos del espadachín de Hollywood, personificado en la pantalla, antes de por nuestro gran actor malagueño, por Douglas Fairbanks, Tyrone Power y otros.

La primera y principal es que los malvados adversarios no son el gobernador californiano, mexicano o español y sus soldados, como en las películas yanquis, sino los casacas azules invasores en virtud de la doctrina Monroe.

Nuestro Coyote tenía muy claro quiénes eran sus enemigos; dotado de una filosofía netamente hispánica, acaso con los rasgos senequistas que atribuyó Ganivet a nuestras gentes, era un hidalgo sin Imperio que defender, ya troceado, perdido y en manos ajenas; implacable justiciero, usa modernas armas de fuego contra una realidad irreversible.

Pero José Mallorquí, junto a la trama apasionante de las cabalgadas y disparos de colt del enmascarado, nos ilustra en la Historia y en una interpretación de la vida que no dudo en calificar de cervantina; así, intercala en sus novelas narraciones sobre los orígenes de la Norteamérica española, y, por tal, poblada de sonoros topónimos en nuestra lengua: Zona Árida (Arizona), Nuevo Méjico, Los Ángeles, San Diego, Monterrey…; son constantes las alusiones al mallorquín Fray Junípero Serra y al catalán Gaspar de Portolá, esos cuyas estatuas son hoy pasto de los vándalos incultos del progresismo asilvestrado; no se corta ni un pelo en denunciar las injusticias y sinrazones que acompañaron a los nuevos amos de California, especialmente en lo que afectó a la población hispana, mestiza e india.

 Así como su lejano pariente, El Zorro, marcaba a sus adversarios con la cursilería de una letra Z a punta de espada, nuestro Coyote, más práctico, prefiere imponer su sello con disparos sobre las orejas de los malvados; recuerdo que el primero de ellos fue el corrupto general Clarke; en cambio, es amigo de los indios, que pasaron despiadadamente de las misiones franciscanas hispánicas a las reservas inhabitables de los nuevos amos de California.

Con todo, El Coyote no es un descerebrado obsesivo en su lucha contra los anglosajones, sino que es capaz de reconocer la honradez en alguno de sus políticos, como su propio cuñado y colaborador secreto, Greene.

Me gusta imaginar, en fantasía de lector impenitente de Mallorquí, a un Coyote redivivo, haciendo frente a quienes ultrajan la huella española en los Estados Unidos; seguro que las algaradas y manifestaciones contra Colón, Isabel la Católica, Fray Junípero o Cervantes se disolverían ipso facto con un par de certeros disparos contra las orejas de sus cabecillas o, mejor, de sus inductores.

Incluso haría mejor papel que el Caballero Manchego sacado de su tumba, pues este sería objeto de desprecio y burla, como lo ha sido el monumento erigido a su padre don Miguel.

Don César viajó también a la provincia de Cuba y a la Península. Me agradaría también que, ataviado con su antifaz o sin él, recorriera ahora Madrid, Barcelona o cualquiera de los territorios de España donde se está imponiendo la falaz memoria democrática. Y, puestos a pedir, que recalara en la Carrera de San Jerónimo y subiera al estrado para ilustrar con su ironía mordaz y con su saber a Sus Señorías; y, en las interpelaciones que tuvieran lugar, no dejara de sonreír y desenfundara sus revólveres para dar cumplida respuesta.

Posiblemente, el número de parlamentarios afectados podría formar una amplia mayoría de pendones desorejados.


 

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