HEMOS LEÍDO EN ABC. 4/NOV/2020

El pulso de la nación

Vivimos varias crisis sanitarias, económicas y, según el sesudo ministro de Justicia, constituyente, que parecen desembocar en la perdida de pulso de una sociedad que no reacciona. (...) Ante la grave coyuntura de España y su inquietante futuro los ciudadanos no responden.


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​Recogido en la revista 'Desde la Puerta del Sol', núm 374, de 10 de noviembre de 2020. Ver portada Desde la Puerta del Sol en La Razón de la Proa.

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El pulso de la nación

El pulso de la nación


La percepción del problema llego con la crisis del 98 y la perdida de las últimas colonias. Los políticos decidieron y jalearon una guerra con Estados Unidos para defender lo indefendible: Cuba y Filipinas con el añadido de Puerto Rico en el Tratado de Paris. Los militares se mostraron reticentes con aquella aventura bélica desigual que habría de costarnos mucho más que una flota. No les escucharon. Con la derrota quedó herida la creencia en nosotros mismos como nación que contase en el mundo.

Entonces se abrió camino una cuestión que está viva: el nacionalismo de algunas regiones, al principio teñido de regionalismo que adquirió nervio aprovechando la situación. El nacionalismo excluyente crece en las etapas de debilidad de la Nación. Es como el pandillero que quiere ser gerifalte del barrio porque aquel con quien ha de medirse está convaleciente. A menudo se alzan en defensores de un nacionalismo recalcitrante personajes rufianescos sin categoría y sin más credenciales que la autoestima desorbitada y la chulería.

A esa falta de pulso la llamó Galdós «pérdida de la fe nacional». El mejor retratista de los avatares de muestro XIX, escribe: «Ahora que la fe nacional parece enfriada y oscurecida, ahora que en nosotros ven algunos la rama del árbol patrio más expuesta, demos el ejemplo de confianza en el porvenir».

Vivimos varias crisis sanitarias, económicas y, según el sesudo ministro de Justicia, constituyente, que parecen desembocar en la perdida de pulso de una sociedad que no reacciona. Basta haber leído al líder de Podemos para concluir que el caldo de cultivo de una revolución como la que él apetece es precisamente una situación de crisis que produzca pobreza y desesperación social. Por eso no le preocupa, y parece fomentarlo, que al amparo de la pandemia quiebre la economía.

El radicalismo no consigue sus metas sin el clima de frustraciones sociales que se fortalece desde las crisis y el ahogo económico propicio a la acción de los iluminados que a menudo se identifican con la pobreza mientras se hacen ricos y en sus vidas desmienten lo que predican.

Para llegar a nuestra realidad ha sido necesaria la colaboración del presidente del Gobierno, quien sólo parece pensar en su supervivencia en La Moncloa. Esa ambición requiere el concierto de los nacionalismos, incluso de opciones más radicales, en una suma de votos que supone obvias indignidades.

Los nacionalismos por excelencia, los fascismos, se cocieron en la desesperación económica y en la frustración social, de modo que los ciudadanos se dejaron encandilar por los cantos de sirena de supuestos salvadores que, al cabo, sumieron a sus pueblos en tragedias sin precedentes.

Resulta preocupante que los jóvenes españoles no conozcan la Historia de su país, no sepan quién fue Isabel de Castilla, qué sucedió el 14 de abril de 1931, ni tengan una idea clara de quién fue Franco (lo siento por Carmen Calvo), ni sean capaces de opinar con conocimiento de causa sobre ETA ni, en esa línea, quiénes fueron Gregorio Ordóñez o Miguel Ángel Blanco. Según una encuesta del añorado CIS previo a Tezanos, es escaso el porcentaje de españoles que estarían dispuestos a defender a España ante una agresión exterior –el 16%–.

Los encuestados afirmaron mayoritariamente que no irían más allá de la defensa de sus familias; no identificaban su entorno más cercano con su país. Un pavoroso desenfoque de la realidad y una quiebra del pulso nacional.

Ante la grave coyuntura de España y su inquietante futuro los ciudadanos no responden. Es el silencio de la amplia clase media, una realidad social que se forjó en el largo periodo franquista, considerada garantía de estabilidad para cuando se accediese a la democracia, algo que Franco daba por seguro como confesó en febrero de 1971 al enviado de Nixon, Vernon Walters, antiguo subdirector de la CIA y luego embajador, según conversación recogida por ABC el 15 de agosto de 2000.

La aparente despreocupación de aquella clase media parece heredada por la actual que poco tiene que ver con la de entonces, pero que no protesta ante la mentira y la estafa política.

Hemos vivido hace poco una moción de censura que se ha entendido desde lecturas interesadas –excluyo mala intención, pienso en desconocimiento–, obviando el sentido de esa fórmula constitucional que no tiene como fin último la crítica a la acción de un Gobierno, dado su carácter constructivo, sino el apoyo o el rechazo a un programa de Gobierno alternativo con un candidato a presidirlo. Hasta ahora las mociones de censura han lesionado o achicharrado a sus proponentes, salvo la tramposa moción que expulsó de La Moncloa a Rajoy en 2018, apuntalada en una sentencia que resultó falsa, manipulada por un juez, según determinó recientemente el Tribunal Supremo; fue un golpe parlamentario de libro.

No deberíamos considerar exitosa la moción de Felipe González al ser previa a su abultada mayoría, porque Suárez temió ya la ruptura de UCD. Pronto los socialdemócratas se fugaron al PSOE y los democristianos a AP.

La inoportunidad de la reciente moción de censura resulta objetivamente indiscutible y el hecho de que los partidos del espacio político afín o cercano se enterasen de ella casi por la prensa, sin pacto previo, suponía un trágala inaceptable y más para un partido con experiencia de gobierno.

En la costumbre de la pasividad y el buenismo el resultado sorprendió, aunque menos de lo que algunos han proclamado.

La desembocadura de un diseño nuevo, contundente y claro en el espacio político, abierto por el importante discurso de Pablo Casado, debería suponer más pronto que tarde la vuelta del bipartidismo apetecido por los constituyentes que creyeron que los dos grandes partidos centrados en la moderación, desde la renuncia al radicalismo en la Transición, se apoyarían si era necesario en una fórmula a lo Cánovas y Sagasta. Pero ya no hay figuras como aquellos líderes históricos.

Cuando PSOE o PP necesitaron apoyos los buscaron en los nacionalismos y luego Sánchez los buscó en los extremos más delirantes y de paso salvó a Podemos, ya entonces una coalición a la deriva.

El extremismo populista que responde a un comunismo condenado por el Parlamento Europeo no tiene circulación en Bruselas y tampoco los ataques a la Monarquía Parlamentaria, que se considera una garantía de estabilidad. Nadie quiere en la UE una experiencia a la venezolana en el sur de Europa. Por eso es deseable que el mapa político se aclare y España recupere su pulso desde la confianza que deseó Galdós

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