OPINIÓN

Cuidado con los salvapatrias

La marcha de Juan Carlos I, que algunos entienden como una derrota moral, no debe desviar el punto de mira de los españoles. El objetivo es la Monarquía, un herraje sólido incrustado en la personalidad española, a la que se dirigirán los ataques tan pronto consoliden lo que ellos entienden como una victoria. Ojo con los salvapatrias que disfrutan del homenaje al árbol caído sin darse cuenta de que con ello lo que hacen es desbrozar el camino de un futuro ya vivido y de lamentables resultados.

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Cuidado con los salvapatrias

Cuidado con los salvapatrias


El anuncio del rey emérito de trasladar su residencia fuera de España ha roto el tedio veraniego protagonizado por el virus sanitario, y ha dejado un poso de tristeza en muchos españoles que creen despejar dudas sobre el propósito que asiste a Pedro Sánchez y a sus colegas de gabinete, y que no es otro que el de convertir el Reino de España en un estado republicano federalista. El abultado equipo ministerial del Gobierno, el más numeroso de los países europeos, apuntalado por una cohorte de altos cargos, nombrados recientemente, va configurando un panorama en el que la efectividad no juega un papel predominante, y la eficacia parece dirigida a dinamitar lo que queda.

La insistente campaña contra el rey emérito da la impresión de haber dado sus frutos, a pesar de que los que han abanderado esa campaña lamentan, ahora, que don Juan Carlos de Borbón abandone España y temen que con ello pueda escapar de la acción de la Justicia. La pregunta, entonces, sería ¿de qué Justicia?, porque, a día de hoy, el rey emérito no ha sido imputado por ningún tribunal de Justicia. Y, si hubiera alguna duda, él mismo, a través de su abogado, ha manifestado estar a disposición de la Fiscalía.

Juan Carlos de Borbón, al que en su día apodaron prematuramente el Breve, se ha ido de vacaciones. Su marcha no se puede considerar un exilio como se ha dicho por ahí. Se ha ido con la intención de fijar su residencia, por el momento, en otro país.

Alfonso XIII, abuelo de Juan Carlos, también se fue de España en 1931 sin haber abdicado del trono, porque según él mismo explicó, sus derechos a la Corona no eran patrimonio suyo exclusivamente, sino de sus antepasados y de sus descendientes. Hubo quien interpretó entonces que la salida de España era una huida. Aún así, salió de España y, como dijo José Antonio, «sin que entrase en lucha siquiera un piquete de alabarderos», la guardia que velaba por el sueño de la familia real en el interior de Palacio.

Los alabarderos no, pero los republicanos, de derechas o de izquierdas, se apresuraron a tejer una red de disposiciones, decretos y leyes para denigrarlo en lo público y en lo personal. Fue considerarlo un apestado, culpable del delito de alta traición, y de haber cometido la más criminal violación del orden jurídico de su país. Fue declarado fuera de la ley y privado de la Paz jurídica, lo que permitía a cualquier ciudadano español poder aprehender a su persona si penetrase en territorio nacional.

La persecución republicana contra el abuelo de Juan Carlos alcanzó jurídica y políticamente el ridículo, pues fue desposeído de todas sus dignidades, derechos, títulos, que no podría, según el decreto, ostentar legalmente ni dentro ni fuera de España. Aún hay más, escudándose en esa entelequia dialéctica de discurso mitinero, utilizaron el vocablo pueblo como escudo de protección moral para constatar la fechoría, el desaguisado vindicativo, y declararon a Alfonso XIII decaído, sin que pudiera reivindicar jamás, para él ni para sus sucesores, los bienes, derechos y acciones de su propiedad, que, dicho de otra manera, enseguida asimilaron al Tesoro público.

Por ejemplo, el Palacio Real, vivienda oficial de la familia real, pasó a ser el Palacio Nacional y Manuel Azaña no pudo resistir la tentación de residir en él, mientras el pueblo celebraba la llegada de la Segunda República derribando estatuas y sus señorías de nuevo cuño se atribuyeron responsabilidades penales más que políticas, para hacer justicia. Dicen los entendidos que el antecedente de esta condena parlamentaria fue la llamada Comisión de Responsabilidades, de la que formaban parte personajes como Teodomiro Menéndez, Eduardo Ortega y Gasset, Serrano Batanero etc., comisión que fue creada por la ley del 27 de agosto de 1931.

La condena a Alfonso XIII fue tan peculiar, por lo excesivo, que el propio Azaña, mal prestidigitador de ilusiones políticas, declaró: «Desde que se publicó el dictamen de la Comisión de Responsabilidades sobre el caso del rey todo el mundo encontró malo el documento. Mal escrito, mal pensado, declamatorio, pueril…contiene disparates como acusar al rey de un delito de lesa majestad… contra el pueblo».

La marcha de Juan Carlos de Borbón ha defraudado a aquellos que, aún no siendo monárquicos, ni juancarlistas, consideran que debería haberse quedado para no dar la impresión de que su gesto es una huida, que es lo que muchos han interpretado que hizo su abuelo. Juan Carlos de Borbón representa la continuidad histórica, el nudo gordiano que enlaza un periodo de prosperidad social y económica, que elevó a España a un lugar destacado entre las potencias industriales, con un futuro de grandes desafíos tecnológicos.

Representa, pues, la Transición, sin ruptura histórica. Pero sabemos que elementos de la izquierda radical vienen tratando de subvertir ese orden de continuidad política y quieren borrar de la historia, precisamente, lo que el Alzamiento Nacional echó al traste, la sovietización de España, gracias a la cual se alcanzaron los grandes desarrollos de la justicia social y económico.

Los personajes de la realeza han sido siempre exclusivos del papel cuché, aunque la izquierda ha tratado de enmarcarlos en una orla de luto. Hay quien considera que Fernando VII humilló ante los liberales de 1820, cuando en realidad los acabó mandando al exilio (ese sí que fue un exilio duro), en apenas dos años y poco más.

Esos mismos exiliados regresaron del barrio londinense de Sommers Town, y de Jersey y de París, para defender con su vida a Isabel II. Algunos consideraron finiquitada la monarquía, al menos la borbónica, en septiembre de 1868, pero luego tuvieron que ceder ante el manifiesto de Sandhurst, en 1874, tras la fallida experiencia de Amadeo de Saboya.

En fin, los hubo que creyeron acabada la Monarquía, con la marcha comentada de Alfonso XIII, restaurada tras el Alzamiento Nacional del 18 de julio de 1936. Dejo en la recámara, por si alguno duda, el ensayo histórico-romántico que representa el carlismo. Irresistibles para el observador, incluso de izquierdas, Santos Juliá escribió: «España tiene el singular palmarés de ser el país que más reyes ha expulsado de su territorio y, a la vez, el que nunca ha conducido a un rey al cadalso».

Sin embargo, no hay escritor que pueda decir otro tanto de los presidentes de las dos repúblicas españolas, pues todos ellos fueron nefastos en la gestión, cobardes en sus decisiones, y ladrones con el dinero del Tesoro Público, que es el de todos los españoles, de izquierdas y de derechas.

La marcha de Juan Carlos I, que algunos entienden como una derrota moral, no debe desviar el punto de mira de los españoles. El objetivo es la Monarquía, un herraje sólido incrustado en la personalidad española, a la que se dirigirán los ataques tan pronto consoliden lo que ellos entienden como una victoria. Ojo con los salvapatrias que disfrutan del homenaje al árbol caído sin darse cuenta de que con ello lo que hacen es desbrozar el camino de un futuro ya vivido y de lamentables resultados.


 

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