OPINIÓN | MEMORIA HISTÓRICA

La venganza de don Mendo

Han comenzado ya a cambiar las calles que llevan el nombre de militares; seguirán el de los civiles, y, más tarde, cambiarán los nombres de los santos. No han sido capaces de asumir el pasado y olvidarse de él porque prefieren el odio y la venganza acompañada siempre de una retórica guerracivilista.

Publicado en la Gaceta de la FJA, núm. 344, de mayo de 2021.
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La venganza de don Mendo

La venganza de don Mendo.


No, no piense el lector que voy a escribir sobre esta obra teatral de Pedro Muñoz Seca, estrenada, precisamente, en el Teatro de la Comedia que tantos buenos recuerdos nos trae para todos los que intentamos seguir a José Antonio Primo de Rivera, uno de los mejores políticos del pasado siglo y que, todavía hoy, más llama la atención de un gran número de historiadores. Lo prueba el elevado número de libros a él dedicados que con toda seguridad supera al resto de los políticos del siglo XX.

Quise comenzar este artículo citando a este autor de teatro porque su nombre figura en una larga lista que hace tiempo publicó la prensa, y que, junto con los nombres de quienes primero fueron poetas y después todo lo demás: los falangistas Gerardo Diego, Eugenio d’Ors, Agustín de Foxá, etc. etc., y que ahora quieren hacer, y lo harán, desaparecer sus nombres del callejero de Madrid. Sin olvidarnos tampoco de Manuel Machado, que también aparece en esa lista, y que, aunque no fue falangista, dedicó un bello poema a José Antonio. Es decir, no han sido capaces de asumir el pasado y olvidarse de él porque prefieren el odio y la venganza acompañada siempre de una retórica guerracivilista. La hipocresía les prima más que cualquier otra cosa.

Vuelvo a Muñoz Seca que, como el lector sabe, ningún mal había hecho porque era un hombre bueno, y, sin embargo, no tuvieron piedad con él, porque fue asesinado el 28 de noviembre de 1936, en Paracuellos por los «antecesores en el odio presumible de la alcaldesa de Madrid y el Coletas que en Madrid manda», escribió el periodista Alfonso Ussía, nieto del autor de La venganza de don Mendo, aunque ahora la venganza sea distinta.

Todos estos cambios que pretenden hacer, y harán, lo amparan siempre bajo el escudo de la Ley de la Memoria Histórica, pero olvidan que esta misma Ley, en su artículo 1, habla también de los que padecieron violencia y persecución por razones religiosas y, hasta ahora, los que quieren hacer esos cambios, no han puesto un solo nombre a ninguna calle, de los cerca de siete mil religiosos y religiosas que fueron asesinados durante la Guerra Civil.

En Oviedo, desde donde escribo, un ayuntamiento con mayoría del PP, en aquel momento, cambiaron varios nombres, para seguir con la memoria histórica, y no se les ocurrió, por ejemplo, dedicar una a los mártires asturianos de Nembra, en proceso de beatificación, o dedicársela a uno de los 34 religiosos asesinados durante le Revolución de Asturias, algunos ya beatificados. Sin embargo, en Madrid no han tenido vergüenza alguna de levantar un monumento a los máximos responsables de aquella sinrazón, de aquella barbarie –guerra preventiva, la llamó Gustavo Bueno–, Indalecio Prieto y Largo Caballero.

El odio presumible, que decía Ussía, ya ha comenzado. De momento han anunciado los nombres de treinta calles que desaparecerán pronto del callejero madrileño. Me ha llamado la atención el nombre del laureado Millán-Astray, fundador de la Legión, que tantas veces ha cubierto misiones de mantenimiento de paz en diferentes partes del mundo. Hace algunos años traté a legionarios del Tercio Duque de Alba y no les habrá gustado conocer que el nombre de su fundador lo harán desaparecer del callejero de Madrid. Como tampoco le habría gustado a Dionisio Ridruejo, que nos relata su amistad con el general, en el que jamás vio «ni sombra de la embriaguez de creencia que ese arquetipo supone». Millán-Astray no era para el poeta una persona, «era un manifiesto».

El 18 de julio de 1938 Ridruejo organizó varios actos públicos de homenaje a los combatientes y el más importante se convocó en Valladolid. Invitó al general como orador y éste agradeció la invitación. Ambos compartían el mismo hotel y en la mañana del acto Ridruejo recibió un aviso del general para que pasara por su habitación. Allá fue el poeta y encontró a Millán Astray

«...en el baño, desnudo, el muñón vibrante y las cicatrices a la vista. Le ayudaban su mujer y un par de legionarios, que le acompañaban siempre más como secretarios que como escolta. Se hizo secar y se enfiló el calzoncillo. Yo estaba en pijama. Me invitó a acercarme a la ventana para hablarme aparte, mientras los suyos trajinaban preparando sus vestidos. Y me dijo algo parecido a esto: "Me eres muy simpático y además te estoy muy agradecido por haberte acordado de mí. No te pesará. Y quiero pagarte con un favor. Tengo que informarte que tu nombre no suena bien en las alturas. Te consideran rebelde y poco de fiar. Yo estoy dispuesto a garantizarte, pero para ello, tenemos que hacer aquí, ahora mismo, el juramento de La Legión".

No me acuerdo de lo que rezaba el juramento, pero era más solemne que enjundioso y ni siquiera una conciencia estrecha hubiera dudado en jurar algo tan general. Por otra parte yo no hubiera estropeado aquella escena para nada del mundo. Así, pues, juramos –él en calzoncillos; yo en pijama– con la mano tendida sobre un Cristo imaginario, una bandera inexistente, a contraluz de una mañana calurosa».

Cuando Ridruejo se lo contó a Foxá, compañero de habitación, casi entró en explosión. «Esto hay que apuntarlo en seguida», le dijo. «Y tiró de pluma...».

Han comenzado ya a cambiar las calles que llevan el nombre de militares; seguirán el de los civiles, y, más tarde, cambiarán los nombres de los santos. Pienso, por ejemplo, en la plaza de Santo Domingo que, posiblemente, le pongan el nombre de Fidel Castro, o repetirán el de Lenin, o Carrillo, para que así tengan calle y plaza. Es muy posible que alguien crea que no puede ser, pero sí puede ser. Veamos lo que nos dejó escrito María Teresa León, la brava, que la llamó Antonio Machado, esposa de Rafael Alberti, que nos cuenta que cuando la guerra se acercó en Madrid al comité anarquista, que estaba en la calle Miguel Ángel, y al ver que la habían puesto otro nombre, preguntó al llegar: «¿Por qué habéis cambiado el nombre de esta calle que era tan bonito? Uno de ellos me contestó, dulcemente: “Porque no queremos nada con los santos”. ¡Si les hubiera escuchado Miguel Ángel!».

Y termino con unas palabras, que en este medio, ha escrito el catedrático y miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, Dalmacio Negro: «El laicismo deja en paz a las demás religiones; incluso se alía con ellas contra el cristianismo, su principal enemigo».