OPINIÓN

Enseñar al que no sabe.

Las jóvenes generaciones, sobre todo en la izquierda, llegaron al compromiso político a menudo imbuidas de una versión mentida de nuestra Historia. Recibieron un relato que resulta hasta ridículo para quienes somos conocedores de la Historia o sencillamente amantes de la verdad.


Publicado en primicia por el digital El Debate Hoy (12/AGO/2021). Recogido por Desde la Puerta del Sol núm. 489 (17/AGO/2021). Ver portada Desde la Puerta del Sol en La Razón de la Proa (LRP). Recibir actualizaciones de LRP.​

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Las jóvenes generaciones llegaron al compromiso político imbuidas de una versión mentida de nuestra Historia.
Enseñar al que no sabe.

Enseñar al que no sabe


Esta obra de misericordia debe impregnarnos cada día. Pienso a veces en la ignorancia inducida en la que se mueven no pocos de nuestros conciudadanos ante sucesos del pasado. Aceptan como ciertas las versiones que ofrece un maniqueísmo feroz. Está ocurriendo en Hispanoamérica, mirando siglos atrás, con la ingente obra civilizadora de España. Trataré de enseñar al que no sabe ⎼y cree saber⎼ sobre un periodo mucho más cercano: la Transición española. No ha sido digerida por parte de la izquierda, sobre todo por el nuevo radicalismo. No hablo de oídas como hacen muchos inflamados pero tiernos voceros de la llamada “nueva política” que cada vez se manifiesta más vieja. Escribo lo que viví. Respeto y admiro a la Transición. Hay quienes la ningunean o directamente la desprecian; yerran por prejuicios o ignorancia. O por ambos males.

Las jóvenes generaciones, sobre todo en la izquierda, llegaron al compromiso político a menudo imbuidas de una versión mentida de nuestra Historia. Recibieron un relato que resulta hasta ridículo para quienes somos conocedores de la Historia o sencillamente amantes de la verdad. Habría que preguntarse el porqué del fracaso de la pedagogía.

Todo estaba abierto cuando se acercaba la muerte de Franco. La gran pregunta era ¿qué ocurrirá? Y el 20 de noviembre de 1975 marcó el antes y el después. Se iniciaba el reinado de Juan Carlos I en un escenario complejo. Había una clase política que muchos creyeron se resistiría a los cambios, pero parte de ella asumía como necesaria la equiparación de España con las democracias occidentales. Eran reformistas convencidos dentro del sistema. No pocos padecieron persecuciones y confinamientos pero sin la propaganda que recibieron sus colegas de la izquierda. Traté a políticos de derecha y de centro ⎼algunos de ellos ostentaron carteras ministeriales en la Transición⎼ que habían sufrido confinamientos, persecuciones y exilio. En el escenario de 1975 debía contarse con el exilio de izquierdas, surgido tras la guerra, pero también con la oposición interior de derecha, centro e izquierda, crecida ya en una España en la que la llamada clase media tenía una presencia social muy amplia y no deseaba aventuras.

Muchos jóvenes rampantes de la «nueva política» no lo saben y por eso lo niegan, pero el exilio histórico era incapaz de conseguir los cambios que se precisaban; era una referencia pero no una palanca efectiva. Al fondo estaban los llamados, con delicado eufemismo, «poderes fácticos»: las Fuerzas Armadas cuyas cúpulas venían de la guerra. El cambio habría de ser pactado o no sería. Lo supo muy pronto Santiago Carrillo, el más astuto del exilio, que se comprometió con la andadura y el ritmo deseables. Conocí a Carrillo, a Pasionaria, a Llopis, y traté al duro y díscolo Líster. Sabían bien de lo que iba.

Asistí a la conferencia de Carrillo en el Club Siglo XXI el 27 de octubre de 1977, presentado por Manuel Fraga, entre abrazos cómplices y palabras amables. Eso acaso lo desconozcan, por no haberlo vivido y leer poco, quienes repudian hoy la Transición, que fue un ejemplo de generosidad y acuerdo entre contrarios. Por eso no es pretencioso el intento de enseñar al que no sabe. En la Transición todos cedieron para que todos ganásemos. Mirando atrás produce vergüenza ajena el actual partidismo de cucaña. Menudo espectáculo. En la Transición sólo se pensó en el futuro de los españoles.

En la Transición todos cedieron para que todos ganásemos. Mirando atrás produce vergüenza ajena el actual partidismo de cucaña

Nada hubiese sido posible sin el compromiso con la democracia del rey Juan Carlos, que desde la cursilería llaman «emérito» y al que me gusta llamar «Rey padre», hoy vejado por indigentes intelectuales desde el propio Gobierno, como los estadistas Ione Belarra y Alberto Garzón, ante el desmarque de Pedro Sánchez. Con el nombramiento de Fernández-Miranda como presidente de las Cortes y el relevo de Arias Navarro por Adolfo Suárez en la presidencia del Gobierno, el rey marcó un nuevo tiempo. No hubo ruptura, hubo hábil reforma «de la ley a la ley» en feliz frase de Fernández-Miranda, el sabio estratega del proceso. Y se aceptó por todos. Cuando ciertos jóvenes políticos de la izquierda, sobre todo podemitas, achacan a la generación de sus padres haber sido blanda en la Transición y no imponer la ruptura, hay que disculparlos porque no saben de qué hablan. Han leído poco o sesgado aunque algunos de ellos presuman de profesores.

En dos años, 1977, España vivió las primeras elecciones generales desde 1936 y un año después se aprobaba la primera Constitución consensuada de nuestra Historia. Pronto se sancionaron leyes para reconciliar a los españoles en los aspectos asistenciales, económicos y de reconocimiento social que trataban de compensar duras situaciones sufridas en la guerra y la posguerra. El colofón normativo de la reconciliación, en lectura de la izquierda, fue la llamada Ley de Memoria Histórica de 2007 apadrinada atolondradamente por José Luis Rodríguez Zapatero. Con el referéndum de 1976, la Constitución de 1978 y el conjunto de normas a las que me he referido se buscó conseguir la reconciliación nacional. La Ley de Memoria Histórica supuso la vuelta al enfrentamiento. Por más que se manipule la realidad, lo cierto es que no fue derogada cuando el Partido Popular tuvo mayoría absoluta. Y no digo que esté de acuerdo visto lo visto. Nuestros jóvenes radicales deberían reflexionar sobre ello. Si son capaces.

Cuando ciertos jóvenes políticos de la izquierda, sobre todo podemitas, achacan a la generación de sus padres haber sido blanda en la Transición y no imponer la ruptura, hay que disculparlos porque no saben de qué hablan

En la Transición se produjeron declaraciones para recordar. Anoto dos. Felipe González: «Asumo toda la Historia… Cada uno ocupa su lugar. La Historia no se puede ni se debe intentar borrar». Y Santiago Carrillo: «Hay que sumar hacia adelante, ya está bien de que los españoles miremos al pasado». Luego Carrillo dijo otras cosas. La lectura maniquea de la Historia se acercará a la mentecatez autodestructiva con la Ley de Memoria Democrática de Sánchez, un presidente que no ve más allá de sus narices de Pinocho ni en Moncloa ni en el palacio de La Mareta.

España afronta demasiados problemas como para mirar más al pasado que al futuro. Por ejemplo, asumir como una acción seria de Gobierno la “resignificación” del Valle de los Caídos y acaso la expulsión de los benedictinos y la destrucción de la monumental Cruz es reabrir heridas ya superadas por la Historia. Como lo son otras actitudes e iniciativas gubernamentales no precisamente reconciliadoras. Ojalá los pasos de Sánchez, siguiendo y queriendo superar por la izquierda a sus irresponsables socios de Podemos, no acaben como el rosario de la aurora. Peor acabaron los deseos de guerra civil expresados reiteradamente por el golpista Largo Caballero, fagocitado por Stalin, en la campaña electoral de febrero y en la primavera de 1936. Más que amenazar con una guerra civil, la anunció; aseguró que la victoria «del pueblo» sería implacable y no se detendría hasta la eliminación del adversario. Su idea repetida era que el socialismo desembocase en la dictadura del proletariado. Si algún político de la nueva ola se extraña, le recomiendo que lea.

Luego pasó lo que pasó. Una de las dos Españas, ya señaladas como tales en el XIX, se sintió futura víctima. Los «hunos» y los «hotros», que escribió Unamuno, no deberían desconocer cómo suele terminar en nuestro país el insensato ejercicio de tensar la cuerda. Corre el indeseado riesgo de romperse.