OPINIÓN

No hay crimen más repugnante que el del aborto

El aborto es una lacra que nos salpica a todos. Sin embargo, los partidos políticos, salvo uno, no hacen de ella un asunto de atención prioritaria. Conviene tenerlo en cuenta a la hora de decantarse a la hora de votar.


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No hay crimen más repugnante que el del aborto

No hay crimen más repugnante que el del aborto


No hay ejemplo más relevante que el del aborto para asegurar que en el mundo se viene librando desde siempre una verdadera guerra cultural (culture war) entre el bando del bien ontológico y el bando del mal ontológico; es decir, el bien per se y el mal per se. Wikipedia habla de lo que significa guerra cultural en estos términos: «es el conflicto ideológico entre grupos sociales, y la (consiguiente) lucha por el dominio de valores, creencias y prácticas». El concepto genérico guerra cultural hace referencia, pues, a una confrontación global que abarca a todo el género humano desde el principio de los tiempos, y a la que nadie puede escapar. En términos religiosos se podría hablar de la lucha entre Dios y Satanás; en términos históricos, entre civilización y barbarie; en términos filosófico-antropológicos, entre vida y muerte (afirmación o negación del ser humano, cuya realidad se asienta, prima facie, en el exacto hecho de existir o vivir).

El género humano, desde su aparición sobre la Tierra, es el sujeto protagonista de esa guerra cultural, la cual se desarrolla en numerosos frentes recibiendo diferentes nombres, pero ninguno es de tan radical importancia como el que tiene por objetivo la defensa de la vida y de la dignidad de la persona, aspectos ambos que se conculcan absolutamente en la horrenda práctica del aborto; es decir, la práctica del asesinato. Práctica que es tanto más odiosa por cuanto tiene por víctimas a los seres más desvalidos que existen: los humanos aún no nacidos, aquellos que no pueden hablar ni defenderse.

Es ésta una guerra total y absoluta en la que no puede haber medias tintas: o estás en un lado o estás en el otro, sin perjuicio de que determinados sistemas legislativos, aun partiendo de la idea de que el aborto es un mal –o el mal, por antonomasia–, permiten algunas excepciones en su práctica cuando entran en conflicto la vida del nasciturus y la de la madre, en el sentido de que surja el hecho puntual de que sólo sea posible salvar una de las dos vidas; en tales casos, la Ley se decanta (y a mi juicio con total razón y justicia) por salvar la de la madre. En estos casos, por supuesto, no cabe hablar de crimen. Pero aparte de esta circunstancia puntual, no existe ningún otro supuesto que justifique el aborto, por mucha hojarasca jurídica que lo legalice. Sin embargo, desgraciadamente, en nuestro mundo de hoy el aborto va ganando la batalla en el terreno legislativo, por mor de una degradación del sistema de valores en la sociedad. Tal degradación moral, trasladada al plano de la Ley, no es sino la más aberrante forma de rebajar el Derecho a simple ficción. No es solo un fraude de ley, sino la propia ley hecha fraude.

En España, la normativa vigente se encuadra en el llamado sistema de plazos, debido a que permite abortar dentro de las 14 semanas de embarazo (22 en caso de riesgo para la vida o salud de la embarazada, graves anomalías en el feto, u otras anomalías incompatibles con la vida): calcúlese el inmenso campo que se deja a la imprecisión de las causas y, en consecuencia, a la arbitrariedad en la aplicación de la norma; es decir, a la impunidad para el asesinato. La regla del plazo permite asesinar libremente a una criatura, como decimos, en el término de 14 semanas; es decir, de 98 días, o 2352 horas, 141120 minutos, o 8467200 segundos. En función de esta previsión cronológica, la desgraciada y criminal Ley Orgánica 2/2010, que marca el siniestro tic-tac para la ejecución de la muerte, considera pues que, hasta cumplirse exactamente el segundo 8467200, el fruto del embarazo es nada, nadie, un forúnculo que es dable extirpar; pero he aquí que, por arte de transubstanciación, ese nada, ese nadie, ese forúnculo, deviene ser humano y persona en el segundo 8467201... ¿Por arte de qué? ¿Quizá de birlibirloque? ¡Misterio! En todo caso, no es por el mero y natural ciclo biológico, sino por la simple voluntad del legislador, que a su vez se basa en ese juego de mayorías y minorías ajeno a toda ética (¡no digamos ya a toda estética!) al que llaman democracia. Es decir, que la verdad primigenia del ser humano, su ser o no ser, no es una verdad esencial por naturaleza, sino un mero producto del juego de diferentes voluntades políticas, en el que el triunfo corresponde al que alegue mayor número de ellas, vaya usted a saber cómo han sido obtenidas. La verdad, per se, no existe. Hoy es, mañana tal vez no, pasado no se sabe. A eso hemos llegado, a que ya no existen verdades, sino sólo el ejercicio de poder. He aquí el basamento de toda tiranía.

¿Se puede concebir mayor imbecilidad jurídica? Porque lo que sea el feto en un segundo dado trae causa de lo que era en el segundo anterior, y éste en el anterior, y éste en el anterior, y así sucesivamente, en una cuenta atrás que termina –en este caso empieza– en el momento justo en que un óvulo es fecundado por un espermatozoide: el momento en que surge una nueva vida, el momento inicial de todo ser humano. Pues bien, esta concatenación de causas es negada por un Derecho que no es digno de recibir tal nombre, porque niega el mayor atributo humano: el uso de la razón.

Sorprendentemente, esta monstruosidad del aborto, esta hipérbole del mal, no deja de ser un asunto marginal en el debate político. Los líderes de los partidos no hablan de ello. Justamente en este momento que escribo este artículo, estamos en vísperas de una confrontación electoral en Cataluña. Con excepción de uno de los partidos políticos en liza, que lleva el tema de la lucha contra el aborto en su programa general, nadie más lo menciona. Se habla del salario mínimo, de la estructura territorial del Estado, de la pandemia del coronavirus, de cómo se repartirán los fondos de la UE, del alquiler de viviendas, de abstrusos temas identitarios, de corrupciones y odios varios, de quien va a hacer coaliciones con quien… pero del tema fundamental del respeto a la vida y a la dignidad humana, nada de nada. Unos, los de la izquierda, porque ya les va bien como está el asqueroso asunto del ataque a la vida, e incluso algunos de ellos desean ampliar la casuística para legalizar el crimen; otros, los de la derecha conservadora, porque aunque nominalmente dicen estar en contra del aborto a plazos, porque piensan que es mejor no meneallo, no vaya a ser que les tachen de reaccionarios, mientras que su impugnación a la Ley de 2010 duerme un vergonzoso sueño de los injustos en el Tribunal Constitucional; otros, los que se autoproclaman liberales de centro (es decir, ‘ni de chicha ni de limoná’), por más o menos lo mismo… Pues allá todos ellos.

Para mí, el tema del aborto, de la lucha contra el aborto –que se resume en ayudar a la mujer embarazada a que no aborte, ofreciendo el Estado los medios para ello, incluyendo, en su caso, el hacerse cargo del hijo que está en camino–, ha venido a ser la piedra angular de mi decantación por una opción política u otra. O dicho de otra forma: me importa tres pitos (y algunos más) toda la cesta de ofrecimientos que se me puedan hacer en otros temas. Hace tiempo que elijo dar mi voto a quien reconozca el valor supremo de la vida humana desde su concepción a su acabamiento natural; ese es el Alfa y el Omega a que me atengo. Todo lo demás es secundario.