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Retaguardia. Imágenes de vivos y de muertos

Concha Espina monta su testimonio de lo que fue Santander en los primeros tiempos de la guerra civil bajo el dominio del bando republicano, la "retaguardia" que da nombre a la novela.
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Retaguardia. Imágenes de vivos y de muertos

Retaguardia de Concha Espina


Sobre la autora y su obra (ver más abajo)


Análisis de Retaguardia

El subtítulo de esta novela es Imágenes de vivos y de muertos y en la portadilla de la edición de Córdoba figura otro que reza: Novela de estricta realidad histórica en sus episodios más culminantes.

Pero, sobre todo, el subtítulo de la portadilla de la edición de Córdoba nos esclarece el propósito de Concha Espina de escribir una novela testimonial, en la que la fabulación pase a un segundo plano frente a los sucesos que narra, que reputa auténtica y realmente acaecidos en Santander durante la Guerra Civil.

En el prólogo del libro, escrito por el hijo de la autora, Víctor de la Serna, se nos dice en qué difíciles circunstancias Concha Espina escribió su libro, al encontrarse en una zona contraria a su posicionamiento político:

Todas las noches, a partir del mes de abril de 1937, mi madre bajaba al jardín de la casa, un antiguo jardín con araucarias, donde hay una “glorieta” con una mesa de piedra toda cubierta de un liquen fino y aterciopelado. Junto al fuste habían cavado ella y mi hermana un pequeño foso, en el que habían enterrado una cajita de plomo. Allí iba guardando mi madre el puñado de cuartillas escritas durante el día, para hurtarlos a los registros. El hallazgo de una sola le hubiera costado la vida. La vigilancia alrededor de la casa y de su señora se había hecho insoportable. Habían alojado en una habitación a dos mineros de Barruelo armados hasta los dientes. Uno de ellos era un asesino que estaba cumpliendo de cadena perpetua cuando estallo el Movimiento. En uno de los registros, los policías de Santander se llevaron cuantas cosas habían en la casa. A mi madre no se atrevieron a tocarla, tal vez por una especie de respeto mítico hacia ella.

Ese respeto de las autoridades republicanas hacia Concha Espina, era debido al interés de que se respetara su persona por parte, entre otros, del Gobierno de Cuba, de la Academia Francesa o de la Cruz Roja Internacional.

La acción de la novela se sitúa en Santander, en la primavera de 1937. La ciudad se llama en la novela Torremar, pero la identificación es clara. El cabo cercano a la ciudad se llama Cabo Grande, clara alusión al Cabo Mayor, y, más claro aún, aparece un Puerto Chico que la novelista no se ha esforzado en rebautizar.

Torremar: puerto cuyas excelencias durante siglos fueron divulgadas por efemérides, crónicas y tradiciones ilustres; enriquecido por la huella de príncipes y de reyes; cuna de capitanes y pilotos eminentes en el mundo: escogido lugar de armamento, base de escuadras tan importantes como las de Menéndez de Avilés en el apogeo de España; astillero de buques inolvidables; refugio y salvación muchas veces para los marinos de Europa.

La acción ofrecida es una historia de amor y de dolor. Las relaciones amorosas de Alicia Quiroga y Rafael Ortiz y de Rosa Ortiz y Felipe Quiroga es cruelmente conturbado por la guerra que trae consigo la desaparición de Rafael y la huida al campo nacionalista de Felipe.

Los padres de los protagonistas son ejemplo representativo de la división de la sociedad española. Mientras la familia Ortiz es tradicionalista y católica, la familia Quiroga, es socialista.

Sobre esta trama argumental, Concha Espina monta su testimonio de lo que fue Santander en los primeros tiempos de la guerra civil bajo el dominio del bando republicano, la "retaguardia" que da nombre a la novela. Hay detenciones, muertes, encarcelamientos, hambre...

Tierra de montes y jardines, de selvas y playales, eras tan singular en almas superiores como en los misterios y hechizos de tu enfaldo. Ahora la mayoría de tus habitantes se dedica a destruir nidos, según la frase bolchevique aplicada al propósito de fomentar la desaparición de hogares y de torres, de vergeles y de sagrarios. Hoy estorba todo lo sobresaliente y original, y a la vez todo lo íntimo, lo inefable y lo sutil. Por eso tú, ciudad torremarina, dejas que te destruyan los templos, te arrasen los bosques y te sieguen en capullos las rosaledas. Hay que sembrar legumbres en cada palmo del suelo: son más útiles, más nutritivas que los altares, el árbol y la rosa. Se quiere vivir solo de pan. Aunque en la práctica solo se viva de hambre. Ya están los templos destruidos con mancilla de los sagrarios, con burla y profanación de las imágenes; todo calla, y se esconde en torno a la fe de Cristo, relegado al tormento de las más viles persecuciones. Ardieron obras de arte en lienzos y maderas; rodaron las santas esculturas de mármoles y alabastros partidas con el hacha destructora; cada edificio religioso que aun existe se destina hoy, con escarnio, a cuadra de animales, a cochera o almacén de víveres. Puerto de Castilla: sediento labio por donde el pecho maternal de Hispania sació en las olas su ambición de continentes, su ensueño de tierras virginales: mucho has profanado tus prestigios cuando permites que tu pecho cantábrico sea encubridor del crimen y se convierta en fango donde encallan los cadáveres de tus hijos más valiosos; aquellos que heredan tus virtudes fundamentales; aquellos que pregonaban la bizarría de tu progenie más noble. Puerto hoy del furor y de la ignominia, pregúntale a tu soviet, igualitario y cerril, por qué la luna crece y sube la marea; por qué un artista le dice su divino mensaje a la humanidad; por qué se yergue una montaña, brota un torrente y se abre olorosa una flor… La ronda de los “heroicos milicianos” acaba por extinguirse en los cuarteles y bares, donde aún quedan aguardientes y vinos de la exclusiva disposición de los libertarios. Media ciudad se tumba a la bartola, borracha de todos los licores rojos que la humanidad fabrica: especialmente el de la sangre. La otra media enmudece bajo el terror bolchevique: esta es la Quinta Columna, enmudecida de espanto y de indignación por sus muertos y desaparecidos.

La prosa de Concha Espina se estremece cuando describe el cercano barco-prisión al que llama Satanás, y los crímenes que se efectúan en él:

No hay apenas barcos en el puerto, hospitalario y anchuroso, que tantos suelen acoger. Sólo allá distante, en el filo de Maliaño, se aparece uno grave y alteroso, apartado del muelle algunas brazas, con la obra muerta subida de hombros, tan visiblemente abrumadoras, que adquiere un aspecto de gravidez como si no pudiese con su carga. Es el Satanás, el navío prisión, que encadena a más de tres mil ciudadanos torremarinos, acusados de ideas conservadoras o culpables de no haber votado al Frente Popular… Los hombres del Satanás, mudos y atónitos, apenas respiran. De súbito se abre el escotillón de los camaranchones y comienzan a caer bombas de mano: es la señal horrible del ataque. A ciegas se ha sembrado la muerte en las filas de los prisioneros. Varios energúmenos caen también allí para rematar a los heridos. Y se reproducen las escenas de magnanimidad y de espanto. Un padre se arrodilla junto al hijo primaveral que tiene abiertas las entrañas; sobre las cuales le deja inmóvil el agujero de un tiro. A su vera otro mozo grita, con el pecho desgarrado: -¡Piedad!... ¡No me abandonéis! Y el que se inclina a socorrerle mezcla el quejido y la sangre con el estertor del compañero. Y delante de aquel túmulo espavorecido, los heroicos milicianos están brutalmente felices. Si las ideas tuvieran color, estos hombres pensarían cosas de tonos cadavéricos y vivirían con inquietudes mortales. Es más piadoso atribuirles una inconsciencia de maleficio y sugestión, que les convierte en fauna de la especie más despreciable y ruin. Aquí el enemigo está indefenso, maniatado bajo unas leyes de honorabilidad civil, universales, que nada importan a la malvada chusma. Así el triunfo de la cobardía no puede ser más fácil ni más escandaloso ante el mundo entero.

La desaparición de Rafael lleva a Alicia a intentar saber lo que le ha pasado:

Desde aquella noche medrosa y atribulada, la existencia de Alicia se reduce a un estado de excitación que la empuja fuera de su casa con el deseo loco de hallar a Rafael. Pero en vano se agitan influencias, dinero y actividades. El desaparecido se esconde en el trágido rigor de una silenciosa oscuridad, semejante a la muerte. Y por desdicha, llena hoy de fantasmas. Y la novia infeliz disimula con ardiente reserva sus desolaciones para continuar las pesquisas bajo el anhelo de la suerte. Alicia sabe muy bien los procedimientos al uso contra las derechas de Torremar; el “coche fúnebre” rondando las prisiones o los hospitales, la violencia del rapto público, las ligaduras, la mordaza; luego un pistoletazo en la sien. Y el abandono de las víctimas en las cunetas, en las praderías, en los surcos y hondones comarcanos. Con frecuencia la señal de una fosa; los despojos recientes destrozados por los perros; las cenizas de un mártir que fuera quemado vivo. Tiene Alicia crueles testimonios de semejantes horrores y busca mentalmente a su prometido entre las criaturas sacrificadas

Uno de los momentos más emotivos y estremecedores de la novela es cuando Vicente, apodado el Garrochín, buzo de profesión, y a petición de Alicia, descubre los cadáveres de los nacionalistas asesinados y asentados en el fondo marino. y entre los cuales no se encuentra Rafael:

Ha tocado en el suelo, un piélago de fango, no muy dócil, que permite las andanzas del explorador. Y camina por él con cierta holgura, contento de haber cumplido una parte de sus promesas. Lo peor fue decidirse y bajar: ahora… Allí se agita una extraña ramazón y le parece al hombre oír el lamento de los troncos: que no es precisamente la lira armoniosa de los pinos. Se acerca y se enfría la calentura del corazón. Pero no se acobarda: no huya. Al contrario: necesita saber si aquellas ramas vacilantes pertenecen a las criaturas humanas; si es aquel un bosque de esqueletos, la arboladura de los mártires torremarinos. Audazmente se aproxima hasta la selva trágica y ve el macabro plantío, que se mueve al empuje abismal de la marea, en una danza interminable. Multitud de hombres, erguidos por la fuerza del agua, anclados en el cieno por el plomo que les ataron a los pies, mordidos por los cámbaros y los peces, saturados amargura salobre, rígidos en posturas de terror, se balancean pavorosamente. Sí, son muertos que no han llegado a su lugar de reposo y viven de sorda vida de la mar en un vaivén rítmico, igual que ella.

 Tras la lectura de esta conmovedora novela coincidimos con Víctor de la Serna, cuando escribe en el prólogo de la misma:

Retaguardia es una novela que no se puede leer con ánimo de deleite, a no ser por la pura delicia de gustar de un estilo inimitable. Retaguardia es un continuo gemido, porque no puede ser otra cosa. Muchas veces se tuvo que alzar la pluma de mi madre, en una trágica sincopa cuando volaba sobre las cuartillas. Porque venían a interrumpirla con un aviso de que había llegado la policía. O porque sonaba la descarga de un fusilamiento. O un grito de terror. Lo de menos en la novela es, pues, su argumento fabuloso, por lo demás bien sencillo y “espiniano”. Almas de mujer, atormentadas por infinitas llamadas interiores; fusión de climas espirituales, de paisajes y de estados psicológicos: esas “acompañadas soledades” tan de los personajes de mi madre.


Autora y obra

Icono de la Falange, nació en Santander el 15 de abril de 1879 y falleció en Madrid el 19 de mayo de 1955. Fue una escritora precoz, puesto que con tan sólo trece años comenzó a escribir versos. Sus primeras líneas las publicó precisamente en un periódico santanderino, en El Atlántico. Corría el año 1869. En 1891, fallece su madre y un año después se trasladan a Ujo (Asturias), donde su padre comenzó a trabajar como contable en las minas.

Su nombre de pila era María de la Concepción Jesusa Basilisa Espina, aunque a lo largo de su vida llegó a utilizar hasta cinco seudónimos. En su vida personal, Concha Espina se casó en 1894 con Ramón de la Serna, con el que se traslada a Chile, donde tuvo dos hijos, Ramón y Víctor, que se afiliaría a la Falange, del que sería uno de los intelectuales más reconocidos. A su regreso a España en 1898, intensifica su labor como escritora, tanto de obras literarias como por sus colaboraciones en los diarios La Atalaya o El Cantábrico, los principales periódicos de Santander a inicios del siglo XX. Publica una media de dos libros al año. Recibe premios y honores. Su obra, realista y costumbrismo con aires de novela social, es reconocida por el público y la academia.

En 1926 se queda a un solo voto de conseguir el Premio Nobel, que se lleva la italiana Grazia Deledda. Cuando estalla la Guerra Civil, en 1936, se refugia en Cantabria, donde conocerá los horrores de la represión frentepopulista que novelará en Retaguardia. Aparte de esta obra son reseñables La esfinge maragata, Altar mayor o La niña de Luzmela.


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