ARTÍCULO DEL DIRECTOR

¿Deconstrucción nacional?

La izquierda encaramada en el poder se apresta en este momento a destituir lo creado, sin más planos que su voladura incontrolada y un camino indeciso hacia esa republiqueta que denunciaba el otro día Felipe González; de nada sirve que la derecha se eche las manos a la cabeza. Así las cosas, lo que debe preocupar más –mejor, ocupar– es que este proceso destituyente no equivalga en sus resultados a una deconstrucción de la propia España.

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¿Deconstrucción nacional?

¿Deconstrucción nacional?


Son muchos los vocablos que pueden aplicarse a la especial situación por la que atraviesa España, y no me refiero a la pandemia mundial, que sigue haciendo estragos y, en nuestro caso particular, para más inri, es instrumento para acometer una sucia política de partidos.

Entre esos términos lingüísticos, he encontrado un genial neologismo, que, al parecer, se debe a Ignacio Varela: España destituyente, como precisión más exacta a lo que aseguran otros comentaristas sobre que se está abriendo, a cencerros tapados, un nuevo proceso constituyente que sustituya al de la Transición, hasta ahora considerado oficialmente como la piedra angular de la reconciliación histórica entre los españoles y su convivencia.

Como precisión a esto último, vaya por delante que aquello tampoco fue, en buena lid, un proceso constituyente, puesto que las elecciones que se celebraron no llevaban tal impronta; claro que ya se las apañaron los juristas del momento para no dar importancia a lo que, decían, se trataba de un mero formulismo sin valor real.

Pues bien, ahora se trata de desmontar, sin más, todo aquel momento feliz y sus medidas y efectos; como en toda obra humana, los hubo acertados, malos y peores, pero ahí queda para estudio (suponemos que desapasionado) de buenos historiadores. Así, Stanley G. Payne considera que todo el proceso fue un importante logro cívico, a pesar de que se cometieron algunos errores, especialmente el reconocimiento en la Constitución de un sistema autonómico abierto y la ley electoral adoptada; matiza también que la extrema izquierda rechaza realizar una reforma mediante el consenso de todos los sectores sociales y promueve un cambio dominado exclusivamente por las izquierdas (En defensa de España. 2017. P. 274).

Más categórico se muestra Javier Barraycoa, que sostiene que el actual populismo de izquierdas… no ha sido más que el fruto lógico de la Transición; o el hijo malcriado que pretende dilapidar el patrimonio político heredado, y afirma con rotundidad que la Transición contenía en sí misma el germen de la destrucción del sistema que pretendía crear (La Constitución incumplida. 2018. P. 13-14). O sea: de aquellos polvos vinieron estos lodos…

Y en esta tesitura estamos, por lo que me parece del todo acertado el neologismo del señor Varela, destituyente, agregándole quizás el adjetivo caótico o el que emplea mi amigo Emilio Álvarez, surrealista, aunque yo prefiero el valleinclanesco esperpéntico.

Poco o nada ha colado la importación aznariana (con patente de Habermas y sello de la Escuela de Frankfurt) de un patriotismo constitucional, que hiciera tábula rasa de nuestra historia reciente y fijase la partida de nacimiento de España en 1978; a todas luces, era un invento que nacía muerto.

La izquierda encaramada en el poder se apresta en este momento a destituir lo creado, sin más planos que su voladura incontrolada y un camino indeciso hacia esa republiqueta que denunciaba el otro día Felipe González; de nada sirve que la derecha se eche las manos a la cabeza. Mal lo tienen las instituciones, empezando por la Corona –ya socavada por sus propios errores y devaneos– para subsistir de forma natural en el tiempo; como mal lo tiene la separación e independencias de poderes, ante un arrepentido Alfonso Guerra enterrador de Montesquieu; y, peor aún, mal lo tiene la relación armoniosa entre los hombres y las tierras de España.

Frente a lo que sostenía aquel mostrenco patriotismo constitucional, uno sostiene que una Nación no nace de una determinada Constitución, sino que, en todo caso, esta se basará en aquella y en su unidad, como se dice –hasta ahora inútilmente– el artículo 2º de la vigente. Una Constitución es un traje que cubre el cuerpo nacional y, como todos los trajes, puede ajarse, quedar estrecho o ancho, pasarse de moda…; lo más grave es que los sastres no acierten con el modelo que mejor se ajusta a una historia, a una tradición y a unas circunstancias.

Así las cosas, lo que debe preocupar más –mejor, ocupar– es que este proceso destituyente no equivalga en sus resultados a una deconstrucción de la propia España, que es lo que debe prevalecer por encima de las coyunturas políticas desafortunadas. Si las instituciones y las leyes sirven para evitar esta deconstrucción, acaso valga la pena mantenerlas, con las necesarias reformas para mayor eficacia y seguridad; si no es así, aseguremos ante todo la Nación.

Esto no se puede lograr con actitudes puramente defensivas de lo que existe, sino que requiere una disposición de ánimo que vaya más allá, que calibre racionalmente lo que es conveniente mantener y lo que debe transformarse, pero siempre con un paso por delante de las intenciones deconstituyentes o deconstructoras. Este paso por delante excluye, por supuesto, el ingenuo refugio en el patriotismo constitucional y la cacareada proporcionalidad en las ofensivas.


 

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