ARTÍCULO DEL DIRECTOR

Las decepciones de la vida

Nuestra generación ha ido afrontando desengaños y frustraciones. Pero, como en el caso de aquellos niños de antaño que descubrían la dulce trampa de los Reyes, hemos desarrollado una tremenda capacidad de resiliencia.

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Cadetes de Falanges Juveniles cazando estacha en una maniobra de atraque a bordo de un buque escuela (años 50).
Las decepciones de la vida

Las decepciones de la vida


Posiblemente, nuestro primer desencanto en la vida fue cuando, a fuerza de realismo infantil y de confidencias malintencionadas de algún compañero de clase, nos enteramos del secreto de los Reyes Magos; claro que a esas edades ━por lo menos, en aquella época━ estaba muy desarrollada la capacidad de resiliencia, de forma que la frustración desaparecía pronto e iban apareciendo nuevas ilusiones.

En los años de la adolescencia, era ━y es━ inevitable que fueran surgiendo otras desilusiones, especialmente de índole sentimental; aprendíamos avant la lettre la fragilidad de ese amor líquido que tan bien ha descrito Bauman; y, poco a poco, entrados en la edad juvenil, aprendimos a desconfiar de los amigos de ocasión, del maquillaje femenino y de la belleza de unas piernas femeninas enfundadas en unos recios pantalones tejanos. Eran aprendizajes necesarios, generalmente sin más consecuencias.

Pero la sensación de frustración forma parte de la naturaleza humana y, transcurridos los años, bastantes experiencias nos han ido curando de espanto, como se podrá observar en algunos ejemplos a continuación, que seguro serán compartidos por muchos de los lectores.

Así, las grandes y sonoras palabras, como democracia, que hemos visto transformarse en realidades mucho menos halagüeñas pero más reales: partidocracia, plutocracia, oclocracia, demagogia… Durante la Transición, echamos unas risas al contemplar los esfuerzos de bastantes demócratas de toda la vida, y, a la vez, empezamos a desconfiar de que nuestros representantes elegidos en los comicios merecieran ese nombre.

Dejamos de creer en las promesas electorales, esas que nunca solían cumplirse, especialmente en casa de los más desfavorecidos; no vimos por ninguna parte políticos con tendencia a ser estadistas, y sí gurús, farsantes o simples influencers.

Algo más grave es que la tozuda realidad nos ha llevado a ir desconfiando de la rotunda afirmación de que vivimos en un Estado de derecho, de que todos los españoles somos iguales ante la ley y de que el poder ejecutivo es independiente de las veleidades del ejecutivo.

Nos suena a burla pasada aquello de que el sistema autonómico iba a terminar con el molesto centralismo y que serviría para acercar la Administración a los ciudadanos; ahora sabemos que la verdad es que se han instalado diecisiete molestos centralismos y que se ha institucionalizado un régimen de reinos de taifas, con la permanente coartada para mayor gloria de los nacionalismos separatistas más reaccionarios.

La libertad de expresión, tan anhelada y manoseada, quedó como frase hueca, a golpe de silencios decretados, de exclusiones sectarias y, sobre todo, de generosas subvenciones a los propios y nulas para los discrepantes. En términos generales, las libertades quedaron sobrenadando la superficie, mientras se ponían trabas a la libertad profunda, que es la verdadera y garante del resto de ejercicios.

Hemos aprendido también a desconfiar sistemáticamente de cualquier tipo de propaganda, no solo comercial sino sobre todo política; y, por supuesto, de la propaganda propia, de quienes se llaman afines.

Por si faltara poco, han ido predominando ━incluso con poder coercitivo━ las versiones oficiales de la historia, en especial de la reciente; en esto hemos sobrepasado con creces a otras naciones de nuestro entorno, y, para más inri, estas interpretaciones unilaterales están trufadas de ignorancia y de malevolencia; queda claro que se trata de controlar el pasado para hacer lo propio con el presente y con el futuro.

No se excluyen de estas desilusiones adultas las tapaderas supuestamente religiosas, que suelen ocultar guisos de naturaleza política, haciendo así de lo sagrado subterfugio de lo profano y, a lo mejor, de lo simoníaco.

A todo esto, las fake news están a la orden del día y se funden y confunden con las noticias verdaderas, que quedan muchas veces amordazadas por una implacable censura, peor que la de los estúpidos censores de antaño, preocupados por los escotes y la longitud de las faldas de las señoras.

De este modo, nuestra generación ha ido afrontando desengaños y frustraciones. Pero, como en el caso de aquellos niños de antaño que descubrían la dulce trampa de los Reyes, hemos desarrollado una tremenda capacidad de resiliencia que nos ha impedido, a Dios gracias, convertirnos en indiferentes y escépticos ante la realidad que nos circunda y la que esperamos ver en un futuro mejor. Sí, más deconfiados…

Muchos hemos mantenido, contra viento y marea, unas creencias, unas ideas y unos valores; la primera, saber que Dios está ahí y no duerme, que España sigue teniendo realidad histórica y capacidad de crearse su porvenir en torno a un proyecto auténtico e ilusionante; que la verdad, la belleza y el bien no dependen de mayorías o minorías que los voten…

A veces, parecen resonar, como consigna a nuestra edad, aquellas palabras de Douglas Mc Arthur: «Uno no se vuelve viejo por haber cumplido un cierto número de años; se vuelve viejo porque ha desertado de los ideales. Los años arrugan la piel, pero renunciar a los ideales arruga el alma».

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