RAZONES Y ARGUMENTOS

¿Las montañas tienen precio?

El mundo natural, tanto por ser imprescindible para el hombre como reserva de recursos y para hacer su ocio, se ha ido reduciendo enormemente, y esta evolución de acoso y ocupación de la naturaleza sigue su marcha, al parecer imparable, resultando no solo dañina para las especies naturales sino para el mismo clima.


Publicado en el núm. 143 de Cuadernos de Encuentro, de invierno de 2020.
Editado por el Club de Opinión Encuentros. Ver portada de 'Cuadernos' en LRP.

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Puede ser que nos contemos entre los últimos afortunados que podamos compartir y 'usar' la naturaleza.
¿Las montañas tienen precio?

¿Las montañas tienen precio?

Hay que sentir el pensamiento y pensar el sentimiento.
M. de Unamuno

Me ha picado la curiosidad por saber lo que dice el sistema global sobre los montañeros; tecleo con uno de sus portavoces, Google, y me contesta: «...quienes lo practican (el montañismo o alpinismo), lo consideran como un verdadero estilo de vida y una forma de experimentar e interpretar el mundo que los rodea». Habrá que concluir que en esta primera verdad estamos bien catalogados, ya que se nos considera como personas «idealistas» por el mero hecho de ser o sentirnos montañeros.

Está en consonancia con lo que algunos pensaban en alto: la conquista de lo inútil de Lionel Terray, el escalar el Everest porque está ahí de George Mallory, el considerar que la montaña es mi poesía que dijo Guido Rey, o el vencer o morir y el todo o nada de la Escuela de Munich, inspirados por Niestzche.

Es innegable que lo que se atreve a poner en riesgo un montañero es nada menos que su propia vida y a veces también la vida de sus camaradas de ascensión, e incluso puede ser que además en caso de accidente, las de sus rescatadores. Por descontado siempre hay que añadir la inevitable angustia o al menos la preocupación de los que nos quieren. Es por tanto, como suele decirse de forma desafortunada, el precio que se cobra la montaña, pues la realidad es que la montaña si las cosas van mal dadas no se queda con nada, que no sean si acaso, cuerpos yertos.

Este «precio», forma parte del bagaje, lleno de esfuerzo y de dolor, que como sacrificio, en aras de la cumbre, estamos dispuestos a entregar con un talante muy deportivo, y así lo admitimos con toda llaneza y naturalidad ante la incomprensión, lógica por otra parte, del que no conoce lo que siente un montañero; ponemos la vida y la muerte en los platillos de la balanza, aunque sean totalmente inmateriales, para poder superar un reto, para llegar a una cima que al fin y al cabo es llegar a la nada, por tanto un mito que desemboca en un sentimiento quizás de gozo pero siempre de liberación, y es irrelevante que quién lo sienta lo considere resultado de un fenómeno místico o resultado de un proceso bioquímico.

Cabría concluir por tanto, que ponemos en riesgo la vida por nada. ¿Será acaso un modo de repetir las ofrendas que se pierden con la mitología en un lejano pasado, y que realizaban nuestros ancestros a las mismas montañas o a sus moradores imaginados, mediante otros sacrificios siempre conectados en su forma o en su fondo con el dolor y el sufrimiento, pero también con la satisfacción y la esperanza?

Desde un punto de vista muy distinto, que se refiere a otro tipo de «precio», y es al que quiero fundamentalmente referirme, si se conoce algo de la historia del alpinismo, hay una  vertiente que está poco explorada, o mejor dicho, que quizás por cierto escrúpulo y prudencia no se suele recorrer asiduamente, que damos un poco de lado y en la que no fijamos nuestra atención demasiado; si tratamos de verla un poco más de cerca, sólo un poquito más de cerca, nos hará pensar que lo del montañero totalmente ajeno al interés materialista y sólo atento a sus supuestos ideales, con toda la carga de pureza que quepa en ellos, ni fue siempre de este modo, ni tampoco nunca fue del todo así.

Si echamos la vista atrás, sobran las descripciones y los grabados sobre bwanas que pagaban a pastores o cazadores locales para que les ayudaran a cargar con sus enseres y les abrieran las rutas, incluso de escalada, para poder acceder a las cumbres. Sin embargo la gloria de la conquista estaba reservada exclusivamente a los privilegiados que los habían contratado. De algunos de estos «ayudantes» a los que el historiador Viera y Clavijo en su monumental obra Noticias de la Historia General de las Islas Canarias, de 1772, denomina «prácticos del país», sólo hemos podido saber sus nombres por la mucha relevancia de las cimas alcanzadas o por trágicas historias que llamaron la atención, pero hay cientos, miles de ellos que quedarán en el absoluto anonimato.

Del que se considera casi el primer montañero, Petrarca, es sabido que al Mont Ventoux subió en 1336 con su hermano, pero también con dos criados (ignorados), pero en su ruta de subida se encontraron con un pastor que hacía ya cincuenta años que había subido a la cumbre (ni si quiera les pareció oportuno consignar su nombre). Si la mirada la traemos a la época actual, lo mismo ocurre en toda Europa con los guías profesionales, con los sherpas en el Himalaya, con los muleros en el Atlas, en África y en los Andes con los porteadores, y así sucesivamente hasta llegar al último rincón del mundo y de la historia reciente en la que el hombre quiso subir a una montaña. Parece cumplirse el axioma de que todos tenemos un precio, que incluye a veces el anonimato.

Pero hemos llegado todavía más lejos. El montañero medio ha de comprar desde el material hasta la «entrada» (los permisos), para guardar la debida cola en el atasco, uno detrás de otro, con el fin de poder afrontar algunas ascensiones, y lleva incluido en el forfait el derecho a tener una pequeña parcela para la tienda, con los pertinentes servicios que se dan en el camping-base. Todo un mercado alrededor de la montaña, dirigido y controlado por empresas, ya sean públicas, privadas o mezcladas ambas cosas, que se dedican al turismo alpino, que mueven seguros, medios de transporte, personal específico para cualquier necesidad, el servicio de alimentación, información, vigilancia, etc., y se venden paquetes de primera, segunda y tercera clase. En los refugios, es obligado regirse por un horario estricto, nos dan cama limpia, ducha de agua caliente y un menú adecuado (incluso a la carta), y nos hacen un descuento en el precio, si es que tenemos vigente la tarjeta anual de la federación correspondiente.

Ocurre ya en muchos lugares, que para poder ascender por una determinada ruta, con el fin de ordenar las aglomeraciones, es imprescindible contratar tanto al guía como reservar la plaza en el refugio, o bien ambos en el mismo pedido, algo que atenta contra la libertad que se supone a la actividad montañera, porque la otra opción es no poder subir, ya que sencillamente estará prohibido: nada de esto pertenece al idealismo, es todo mucho más parecido al consumismo. Si es que alguna vez estuvo en lo cierto Terray, desde luego ahora no parece que la conquista de lo inútil, resulte para muchos tan inútil.

Es así, no cabe duda, pero… ¿es inevitable?, ¿es bueno? ¿es siquiera necesario?, y más peliagudo quizás, ¿debemos aceptarlo?: En el año 2000 éramos 6.100 millones de habitantes en el planeta, hoy somos unos 7.800 millones y se calcula que dentro de 30 años, en el 2050, podríamos ser casi 10.000 millones; el disparado aumento de población, la presión demográfica, es por tanto un problema enorme. Derivada de ella, el mundo natural, tanto por ser imprescindible para el hombre como reserva de recursos y para hacer su ocio, se ha ido reduciendo enormemente, y esta evolución de acoso y ocupación de la naturaleza sigue su marcha, al parecer imparable, resultando no solo dañina para las especies naturales sino para el mismo clima. Yuval Nohah dice en su libro 21 lecciones para el siglo XXI: «El Homo sapiens se ha comportado como un asesino ecológico en serie; ahora está transformándose en un asesino en masa». Es difícil, siendo objetivos y sin hacer magia o demagogia (hasta las palabras se parecen), prever una vuelta atrás, al menos a corto o medio plazo, sin provocar una debacle económica y social.

Sobre lo que hemos hablado, ya no aceptaríamos por ejemplo, una zona de acampada descontrolada o «libre» que se decía antes, sin la debida vigilancia, sin las comodidades «básicas» y sin guardar el necesario orden en la escalada masiva. Es un proceso, que con algunas excepciones de alpinistas señeros y novedosos, viene de lejos y que se ha ido aceptando y adoptando poco a poco, quizás durante un largo tiempo a nuestros ojos, pero el «precio» no hace mas que ir al alza y cada vez de forma más acelerada. No podemos olvidar que la oferta que hay en el mercado es muy limitada (por ejemplo, hay 14 ochomiles y no se pueden fabricar más), sin embargo la demanda sigue aumentando.

Pondríamos el grito en el cielo si se sacasen a subasta los permisos para acceder a ellos, pero de forma paradójica aceptamos perfectamente que se haga una lista para el orden de llegada y limitada a un concreto aforo, una vez naturalmente que se haya pagado lo que corresponda para que te anoten en ella; como la tasa nunca va a bajar sino todo lo contrario, se trata al fin y al cabo de una frontera que conforme va subiendo, va dejando fuera a quién no tiene posibilidad de alcanzar su precio: cambia el nombre y el sistema y quizás tiene mejor imagen (muy importante para vender algo), pero en el fondo su «ética» tiene la misma raíz comercial y recaudatoria que tenía la de los fenicios cuando inventaron el alfabeto para poder darse a entender mejor y comerciar con más facilidad por todo el mundo, y es que «el mercado» es perfectamente adaptable a cualquier actividad humana (como lo es la montaña y su entorno) y por eso triunfa en toda época y lugar.

Puede ser que nos contemos entre los últimos afortunados que podamos compartir y usar la naturaleza (incluso la que tenemos más cercana) ofreciendo a cambio lo que uno mismo decida. Si alguien estimaba que la historia y las tradiciones del montañero componen una ética definida, vemos que si es verdad esto, también es cierto que la «ética» ya no puede ser la misma, porque la forma de acercarnos y de entender la vida en la montaña, las tradiciones, también generalmente han cambiado.

Parece que llegados aquí, estaríamos en un atolladero y debemos salir de él para afrontar el futuro, sea en beneficio de nosotros mismos y sin duda también para las nuevas generaciones: la clave puede estar en algo que en principio parece sencillo, la coherencia, es decir, si nos decimos «montañeros» es que compartimos una ética común, un conjunto de valores, que además, esto es de la máxima importancia, se percibe desde fuera como hemos visto, y se comparte con otras personas pero también con el medio material de la naturaleza en que nos movemos, y por tanto, ese «amor a las montañas» del que nos sentimos orgullosos y que notamos vivo, nos obliga a demostrar hacia ellas un exigente grado de cuidado, de educación y de ejemplo de cara a los demás, un esfuerzo que en definitiva debemos realizar para evitar y en el peor de los casos al menos retrasar, la consunción y el colapso de este hábitat que resulta tan necesario al hombre, pero que a los montañeros nos parece imprescindible.

No se trata de ser pesimista, sino de ser realista. Afortunadamente esta preocupación del compromiso con una vida saludable que se desarrolle en un espacio integrador de lo natural y humano, se recoge en el ideario de la centeneraria Real Sociedad Española de Alpinismo Peñalara.

Si no actuamos camino de este horizonte, que comenzaron a abrir algunos exploradores de lo desconocido, quizás ya el único rincón en el que podrá caber un sentimiento humano, una emoción de raíz telúrica, la comunión con lo metafísico o un instinto visceral, saberse en cualquier caso partícipe personal de una aventura, estará de forma inevitable oculto, y puede que incluso inaccesible dentro de nosotros mismos, y con nosotros quedará olvidado a la vez que se va perdiendo nuestro recuerdo.

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