ARGUMENTOS

La Hispanidad vista desde América

Para nosotros, americanos, la hispanidad se sitúa en el éxtasis temporal del futuro. Nosotros debemos hacer hispanidad si queremos ser y permanecer en el ser. Sabemos que las viejas metrópolis (España y Portugal) están vencidas, se encuentran autoconvencidas de su derrota. Eligieron ser derrotadas en esta carrera hacia el suicidio como naciones.


Publicado en el número 159 de la revista Altar Mayor, de mayo-junio de 2014. Ver portada de Altar Mayor en La Razón de la Proa (LRP). Recogido recientemente por la revista Desde la Puerta del Sol, de 12 de octubre de 2021. Ver portada de Desde la Puerta del Sol en LRP.

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La Hispanidad vista desde América

La Hispanidad vista desde América


Es éste un tema difícil por la susceptibilidad que puede despertar en quienes esta meditación escuchan, sobre todo si el auditorio se encuentra constituido como creo, por hombres y mujeres para los cuales la hispanidad no es una idea vaga sino algo que los involucra y compromete. Ya el título de este trabajo suscitará en el oyente avisado, la remembranza de aquella meditación de otrora debida a Nimio de Anquín: El ser visto desde América. Y, ciertamente, lo hemos elegido a propósito; primero, como homenaje al, sin duda, mayor metafísico argentino, ignorado y sólo mencionado de manera denigrante por el saber académico y el «normalismo filosófico». Y segundo, porque el título indica de manera ostensible el cariz de nuestra meditación.

Nosotros, en tanto hijos de esta tierra del fin del mundo, por una exigencia de nuestro geniusloci (clima, suelo y paisaje) sólo podemos hablar genuinamente de hispanidad a partir de América. Pero para que podamos hablar con autenticidad, debemos primero, por una exigencia de nuestro método filosófico, hacerlo sobre lo que se ha entendido por hispanidad hasta hoy día.

Ciertamente, que por nuestra propia índole telúrica: criollo-hispana, estamos involucrados más entitativamente de lo que «un gringo» pudiera llegar a estarlo, de modo tal que no debe buscarse en nuestra meditación una actitud de menoscabo hacia lo hispánico que sería como ir contra «uno mismo», sino que nuestra meditación surge como una necesidad de afirmación de la «americanidad en la hispanidad».

De los autores que hemos recorrido en nuestra búsqueda del tratamiento del tema hay dos que se destacan. Uno, por su enjundia filosófica, don Manuel García Morente, en su obra Idea de la Hispanidad, y otro, por su proyección política, don Ramiro de Maeztu, en Defensa de la Hispanidad. Sin dejar de lado a los Cors Grau, Lira, Zaragüeta y otros. Pero lo cierto es que todos estos autores y otros menos renombrados plantean la hispanidad desde España.

Si quisiéramos resolver la cuestión como se resolvió antaño, diríamos que la hispanidad caracteriza a la totalidad de los pueblos hispánicos, que vienen a ser «todos aquellos que deben la civilización o el ser a los pueblos hispánicos de la Península» (de Maeztu, op. cit. p. 19). La hispanidad no es cuestión de razas pues «está compuesta de hombres de raza blanca, negra, india y malaya, y sería un absurdo buscar sus características por los métodos de la etnografía [...] sino que se apoya en dos pilares: la religión católica y el régimen de la monarquía española» (de Maeztu, op. cit. pp. 20 y 22).

La hispanidad es pues, «consustancial a la religión cristiana [...] español y católico son sinónimos. Se puede ser inglés, francés, alemán o italiano y no ser católico. Pero, ¿imagináis que se pueda ser español y no ser católico? la religión cristiana ha sido idéntica a la causa nacional» (García Morente, op. cit., p. 104).

«A mi parecer, ⎼sostiene García Morente⎼ la imagen intuitiva que mejor simboliza la esencia de la hispanidad es la figura del caballero cristiano» (op. cit. p. 48). «La nación –la hispanidad– no es ni raza, ni sangre, ni territorio, ni idioma; es estilo, simbolizado por el caballero cristiano» (op. cit. 52-57). Al que el autor numera sucesivamente de los atributos de paladín, grandeza, arrojo, altivez, intuición, personalidad, honorabilidad, desprecio de la muerte, religiosidad y sed de eternidad.

La consecuencia lógica de estas afirmaciones apodícticas sería: Dado que nosotros somos católicos americanos, y hallándose definida la naturaleza y característica de la hispanidad por su convertibilidad con la catolicidad, sólo nos resta convalidar y asentir en un todo lo hasta aquí sostenido.

Pero el problema que queremos plantear es otro; es el de la hispanidad entendida desde América. Y ello es así porque la hispanidad tiene sentido para nosotros en tanto expresemos en ella y a través de ella, «las modalidades nacionales» de esta gran nación que es Iberoamérica.

En caso contrario la hispanidad es un universalismo más y, como tal, una categoría de dominación, como lo son en igual medida «la latinidad» y la «occidentalizad». Así cuando se nos define como «latinoamericanos» u «occidentales y cristianos» lo que se está haciendo es alienar nuestro ser íntimo. Porque «la latinité» es una invención francesa; para justificar sus pretensiones de dominio sobre Méjico, y la categoría de «occidental-cristiano» es instrumentada políticamente por el poder aliado, a partir de la Segunda Guerra Mundial, para oponer al mundo comunista. «Occidental y cristiano» fue expresamente vaciado de su contenido ontológico y teológico para ser reducido a «mundo libre».

Comencemos pues, haciendo algunas observaciones a las tesis clásicas sobre el tema.

  1. Observemos que la convertibilidad entre catolicidad e hispanidad no es la adecuada, al menos, para definir la hispanidad puesto que la catolicidad no constituye la diferencia específica de lo hispano, ni es exclusivo rasgo del español. Dado que, si se me permiten los neologismos, también la polonidad o la irlandidad se convierten con la catolicidad. Así la diferencia específica respecto de estos catolicísimos pueblos como lo son el irlandés y el polaco no puede residir en la catolicidad que les es común. Incluso, hasta las causas nacionales de estos pueblos, entre otros, están enraizadas en lo católico, sólo basta echar una mirada a la historia reciente.
  2. América tenía el estatus de reino y no de colonia pero en la práctica hizo las veces de colonia proveedora de oro, especias y materia prima. De modo tal que de facto nada tiene que ver con el «régimen de monarquía española», pues jamás participó de un proyecto político unitario, prueba de ello es el desencanto y desasosiego que manifestaron siempre nuestros enviados americanos a las Cortes españolas. Y cuando nos declaramos independientes lo hicimos bajo el régimen republicano, democrático y liberal, por obra de la masonería inglesa, que era, a la sazón, la que manejaba el régimen de la monarquía española de la época. De modo tal que si pretendiéramos definir la hispanidad apelando al régimen de la monarquía española, este no nos involucra a nosotros americanos. La reductio ad unum, esencia del régimen monárquico, si en nuestro caso americano nos alcanza es bajo la forma del caudillo o líder, pero esto para los monárquicos de toda latitud es algo espurio.
  3. La teoría de los arquetipos humanos como paradigma de todo un pueblo no pasa de ser una generalización, que agradable al sentimiento y al corazón, carece de todo rigor filosófico, en tanto no limitemos la filosofía a un divague más o menos sutil y ocurrente. Sostener que la esencia de la hispanidad se simboliza en el caballero cristiano, es mutatis mutandis como sostener que la esencia del inglés es el gentleman, la del francés ll’honnetehomme, la del italiano ilcondottieri, la del argentino el gaucho o la del chileno el huaso.

Esta teoría de los arquetipos humanos tiene dos fallas. Una, que carece de rigor científico –la podemos cargar con las mayores virtudes como hace García Morente con el «caballero cristiano» o con los mayores vicios como hacen los liberales argentinos con «el gaucho»–. Y dos; siempre está adscripta y determinada a un momento y a un lugar preciso de la historia de un pueblo.

Finalmente observamos, con motivo de aquella afirmación perifrásica realizada, entre otros, por de Maeztu, Sierra, Alfaro Lapuerta, Lazacorta Unamunu, Elordoy, Menéndez y Pelayo, etc. dice que: «la hispanidad nace el 12 de octubre de 1492 y que América es la obra clásica de España que bajo el signo de la cruz civilizó todo un continente» que dicha afirmación no es correcta pues la hispanidad no nace con, ni se limita a América, ni es patrimonio exclusivo de España.

Probemos esta última proposición en sus partes. La fecha que indica el descubrimiento de América marca sin lugar a dudas un hito importantísimo en la historia de la hispanidad pero no su nacimiento porque por hispanidad debe entenderse el ser de «lo hispánico» que como tal es anterior al mencionado acontecimiento. Y no como se la entendió desde la teología de la historia, como un modelo exclusivo de existencia vinculado al destino misional de España de aplicación en tierras bárbaras. Puesto que entender la hispanidad desde esta última perspectiva es entenderla como modelo de dominación que provoca el desarraigo de los pueblos a hispanizar.

El hecho en sí del descubrimiento ha sido descripto por la opinión más generalizada como colonización, otros lo caracterizan como conquista –los sostenedores de la leyenda negra–, otros de encuentro –término utilizado en los ambientes cristianos progresistas– los más precisos prefieren continuar hablando de descubrimiento (Cfr. Caturelli, A.: El pensamiento originario de Hispanoamérica... ed. Speiro, Madrid, 1983).

Unos quieren, como el paraguayo Bastos, conmemorar, otros como los hispanistas celebrar, y los indigenistas lamentar; actitudes todas de valoración positiva o negativa del fenómeno, pero que ni siquiera se aproximan a la reducción eidética del mismo. El caso más significativo de estulticia es el del profesor estadounidense James Kuhn, director de la Comisión V Centenario, que sostiene que debemos hablar de conmemorar (no celebrar) simplemente los viajes de Colón, pero no el descubrimiento porque no descubrió nada sólo fue un encontrador «encounter» (Rey. Newsweek International, 24/6/91). Como si la conciencia de Colón-hombre, no tuviera carácter intencional.

Incluso, si diéramos por válido el criterio histórico-cronológico del 12 de octubre de 1492, él estaría invalidado porque ya Bartolomé Díaz, en 1487, cuatro años antes que Colón, arribó al cabo de Buena Esperanza, primer eslabón de la posterior colonización de África y Asia.

Es bueno reiterar que el carácter de hispánicos compete tanto a españoles como a portugueses. El más célebre poeta portugués Luis de Camoens (1525-1580) hablando de Os Lusiadas nos dice: «urna gente fortissima d’Espanha» (canto 1, estrofa XXXI). Por su parte Alemida Garret (1799-1854) sostiene: «Somos hispanos e devemos chamar hispanos a quantos habitamos a peninculahispana». El humanista André de Rosende decía: «Hispani omnes sumus». Mientras que Ricardo Jorge afirmaba: «Camase hispania a penincula, hispano aoseu habitante ondoquer que demore hispanicoao que lhesdizerepesito». Y así podríamos continuar hasta nuestros días con la afirmación de pertenencia a la hispanidad por parte del filósofo brasileño Galvao de Sousa.

De modo tal que la hispanidad entendida como empresa es una tarea que correspondió ab initio tanto a España como a Portugal. Que la hayan llevado a cabo juntas o por separado no es óbice para afirmar que ambas hicieron hispanidad. De esto último se desprende que la hispanidad no se limita a América, sino que se extiende al África en naciones significativas como Mozambique y Angola en el campo portugués, y Guinea Ecuatorial en el español. Prolongándose al Asia en Macao y Filipinas. Con esta enumeración nos encontramos de lleno en lo que, el introductor de la palabra hispanidad el sacerdote español residente en Buenos Aires don Zacarías de Vizcarra, llamara «hispanidad con minúscula», esto es, limitada a su acepción geográfica que significa el conjunto de todos los pueblos de cultura y origen hispánicos diseminados por los cinco continentes.

Pero ciertamente, que enumeraciones más o menos precisas nos dicen muy poco acerca del concepto o naturaleza de la hispanidad, lo que nos obliga a pasar al tercer momento de nuestra exposición, el del tratamiento especifico de la pregunta que da sentido a esta ponencia: ¿Qué es la hispanidad? Antes que nada observamos que el nombre indica la cualidad de lo hispánico el «ser de lo hispano».

Ahora bien, este ser, en este caso participado por un conjunto de pueblos y de naciones, no deja reducir fácilmente a conceptos intelectuales de manera clara y distinta, como suele suceder con el ser de los entes reales o ideales, que podemos aprehenderlos de manera definitiva mediante el hábito metafísico de la abstracción, y volcarlo luego en la fórmula de una definición esencial.

Y ello es así porque este «ser de lo hispánico», se ha dado en la historia bajo múltiples y variadas formas, y se dará aun bajo otras muchas que no podemos ni siquiera barruntar. Recuerden ustedes que el búho de Minerva –símbolo de la filosofía–, sale a volar cuando la realidad ya se puso y no antes.

Ahora bien, cuando la filosofía no puede asir en un solo concepto la entidad que se propone investigar, la rodea sucesivamente describiendo sus caracteres más significativos. En el caso del tema que nos atañe podemos reducirlos a dos: El sentido jerárquico de la vida y la preferencia de sí mismo.

La hispanidad como «ser de lo hispánico» desde siempre se destacó por un sentido jerárquico de la vida, de los seres y de las funciones.

Se entendió esta jerarquía como una necesidad del inferior respecto del superior (y no a la inversa, como la postula el mundo liberal burgués), jerarquía que se proyecta en una visión total del hombre, el mundo y sus problemas (y no a la inversa, especialistas tan especializados que pierden de vista el todo unitario sobre el que se especializan), jerarquía que se funda en valores absolutos fuera de discusión (y no a la inversa, valores subjetivos, surgidos del primado de conciencia; eje axial del mundo moderno).

Así, necesidad del inferior, visión del todo y objetividad del valor son el maderamen, que cimenta el sentido jerárquico de la vida. Y los tres cruceros que sustentan este pilar han sido cuestionados, más bien, negados, a partir del comienzo de la modernidad. La que en términos políticos se denomina revolución mundial, cuyas etapas son: Renacimiento, Revolución francesa, Revolución bolchevique y Revolución tecnotrónica.

En cuanto al segundo rasgo que caracteriza a la hispanidad: la preferencia de sí mismo, se manifestó en esa falta de temor por la pérdida de identidad. El colonizador hispánico se mixturó sin inconvenientes ni reservas con el autóctono; no ocurrió lo mismo ni en el hemisferio norte, ni en Sudáfrica, ni en la India, ni en China en donde el anglosajón conquistó más que colonizó, evitando fusionarse con el autóctono. Lo que llevó en algunos casos, como en los Estados Unidos, a la eliminación lisa y llana del indio.

La preferencia de sí mismo no es creerse superior sino diferente. Ello no debe confundirse con el craso egoísmo, sino que bien entendida, encierra la afirmación de la diferencia de valores que existen, de hecho, en toda realidad.

La preferencia de sí mismo es la afirmación del realismo más existencial, dado que nos dice: Tú eres diferente, entonces, hay otros que son diferentes. Y la sola integración se da a partir del trato igualitario. Lo paradójico del caso es que –y esta es una digresión para filósofos– si profundizáramos la meditación sobre el sentido de la diferencia arribaríamos a la teoría de la amistad.

Así pues, según el sentido hispánico, la diferencia funda la igualdad, a la inversa que el sentido moderno, en donde la igualdad elimina la diferencia en busca de la nivelación, lo que produce el extrañamiento de sí mismo y del otro. De allí a la muerte del hombre sólo resta un corto trecho.

Afirmación de la identidad, derecho a la diferencia y sentido de la otredad son, a nuestro juicio, las manifestaciones fundamentales de la preferencia de sí mismo, en tanto que segundo pilar sobre el que se apoya la naturaleza de la hispanidad. Estas manifestaciones han sido negadas, o más bien desnaturalizadas, por el falso igualitarismo de nivelar por lo bajo (la instrumentación de los mass media con la publicidad y la moda son un ejemplo incontrastable); la homogeneización de los ideales políticos y existenciales en la construcción de «un mundo todo uno» (con la consiguiente implantación de un totalitarismo mundialista), y la negación «del otro» como alternativa plausible (quiebra del principio de solidaridad).

Si esto es así, nosotros genuinamente americanos, tenemos mucho que decir y que hacer en el rescate de esa hispanidad que ciertamente se ha ocultado. Heidegger cuando nos habla del «olvido del ser» vislumbra a su manera lo que queremos decir, aún cuando él está situado en otro contexto. Apelando a esta noción de olvido, nosotros podemos decir que lo que se ha opacado hasta volverse indistinto, es la determinación del ser de lo hispano.

De la hispanidad, vista desde España y Portugal, según expusimos, no queda nada. De Asia, Filipinas fue vendida por España a los EE.UU. por 20 millones de dólares, como consecuencia del Tratado de París del 1 de diciembre de 1898. Extrañada de sí misma al punto que le han quitado hasta la lengua castellana. Lengua con la que se expresara su prócer y mártir el tagalo don José Rizal, en su lucha por la independencia, cuando decía, en su ejemplar libro Noii me tangere:

Dulces las horas en la propia Patria
donde es amigo cuanto alumbra el sol.

Vida es la brisa que en sus campos vuela,
grata la muerte y más tierno el amor.

Dulce es la muerte por la propia Patria
donde es amigo cuanto alumbra el sol.

Muerte es la brisa para quien no tiene:
una Patria, una madre o un amor
.

Este poema, así como los libros de Rizal, son hoy ininteligibles para el pueblo filipino. Macao, por su parte, es sólo un punto de anclaje de la plutocracia internacional.

De África, Mozambique, Angola y las Guineas fueron alienadas sucesivamente por el internacionalismo revolucionario que sólo sembró muerte y destrucción. Su desarraigo es hoy casi completo.

De América, un amasijo de veintitantas republiquetas en loca carrera por imitar un modelo que nada tiene de hispánico.

Y en cuanto a ellas mismas, España y Portugal, la triste figura de naciones sin rumbo, queriendo ingresar a la Europa antihispánica a fuerza de renunciar a su propio ser íntimo. Donde está, nos preguntamos, el caballero cristiano de García Morente como arquetipo de hispanidad, en unas naciones que se desviven por ser sirvientas de la Comunidad Europea; que se jactan de haber inventado la industria sin chimeneas transformándose en países sin sol; que como España a punto de dejarse despojar la eñe con tal de agradar a un mundo que la denigra desde el fondo de la historia. No existe, respondemos, murió.

Llegamos así al punto donde comienza nuestra tesis: La hispanidad vista desde América. Para nosotros, americanos, la hispanidad se sitúa en el éxtasis temporal del futuro. Nosotros debemos hacer hispanidad si queremos ser y permanecer en el ser. Sabemos que las viejas metrópolis están vencidas, se encuentran autoconvencidas de su derrota. Eligieron ser derrotadas en esta carrera hacia el suicidio como naciones. Prefirieron vivir de rodillas a morir de pie. Su proclamada mancomunidad con las naciones del denominado «mundo hispánico» es la mayor mentira publicitaria que nos deparan los festejos del V Centenario.

De modo tal que la aproximación desde América a la hispanidad consiste en un «sabernos solos». Como se supo Cortés cuando quemó las naves.

Ello nos lleva a una segunda consecuencia, si estamos solos, estamos de hecho fuera del orden mundial «todo uno», lo que transforma nuestra acción y pensamiento, no en «revolución» categoría creada, asumida e incorporada al mundo de valores de la civilización moderno-mundialista sino en «transgresión», y nosotros en contraventores y marginales que deben ser puestos «fuera de la humanidad».

El rescate de la hispanidad, en nosotros, en definitiva, tiene el sentido de un volvernos en contra del mundo moderno, de una afirmación de nuestra identidad cultural, de saber que somos una cultura de alternativa a la homogeneización del mundo, propuesta por los centros mundiales de poder,

No tenemos otra posibilidad de «ser nosotros mismos», de existir genuinamente, que afirmarnos en lo que somos.

  1. De preferirnos a nosotros mismos.
  2. De sustentas un sentido jerárquico de la vida que nazca como expresión de nuestra mismidad.

La alternativa es de acero, o somos lo que nuestro ser reclama que seamos, o dejamos de ser para siempre.

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