RAZONES Y ARGUMENTOS

Epístola de Navidad para los heterodoxos.

Nuestra sociedad, tan huidiza hoy de compromisos y negadora de sus propios valores no puede rechazar que está empapada desde la raíz de lo que fue la savia judeo-cristiana sin la que no seríamos históricamente, comprensibles.
2019-11-26-epistola-navidad-Vx
"Olanda ya se ve"
Epístola de Navidad para los heterodoxos.

Creo en el Amor, creo en el Hombre. Y en los valores que defiende la Ética cristiana

Nuestra sociedad, tan huidiza hoy de compromisos y negadora de sus propios valores no puede rechazar, salvo negándose a sí misma, que está empapada desde la raíz de lo que fue la savia judeo-cristiana sin la que particularmente nosotros, como españoles, europeos y occidentales, no seríamos históricamente, en primer lugar, ni siquiera, comprensibles.

En el aspecto de los principios y los valores que nos conforman conviene, tal vez mejor en estas fechas, hacer alguna reflexión. Intentaremos no hacer prédica religiosa, tan solo, repito, acercarnos al universo de las ideas en las que estamos instalados. Instalados todos, eso pienso.

Podemos hacer la prueba de una manera sencilla: Tome cada uno los Diez Mandamientos y elimine de los mismos aquello que según su parecer fuera innecesario para construir, laica o no, una sociedad moderna, solidaria, justa, moral y democrática.

Objetivos en los que todos estaremos de acuerdo, salvo absurdos conceptos racistas o “destinos manifiestos” de pueblos elegidos. Veremos que muy pocos de los conocidos “Diez Mandamientos de la Ley de Dios” serían descartables. El undécimo “Amarás al prójimo como a ti mismo” debería obtener la aceptación universal.

Ítem más. Tomados directamente de la Ética Cristiana (aunque de origen en Platón es integrada como herencia por el Cristianismo) podemos debatir sobre las conocidas como Virtudes Naturales o Cardinales que luego desarrollarán san Agustín y santo Tomás de Aquino.

Veamos: Prudencia (equilibrio, sosiego); Justicia (dar a cada uno lo que se merece); Fortaleza (empuje, valor, no rendirse jamás); y Templanza (comedimiento y gusto mesurado por la vida). Las Virtudes Teologales ya están definidas claramente en el ámbito de la religión (Fe, Esperanza y Caridad) pero no obstante cabría deducir de ellas una vertiente “humanista” a poco que pensemos en ello, ¿Fe y esperanza en un hombre y en un mundo mejor? ¿Caridad es también solidaridad con el prójimo? Seguimos recolectando.

Poco a poco vamos contemplando un cuadro de valores de referencia útiles para nuestra vida personal y necesarios para la colectiva en esa “sociedad ideal” que estamos aquí elaborando. Y una vez escogidos los principios de índole superior (tal vez caben otros además ¿por qué no, la Ecología y los Derechos Humanos si pensamos que quedaban poco expresados antes?) de tal manera que iremos conformando un cuadro de conducta moral donde son inevitables los deberes como consecuencia del manifestarnos como seres libres.

Conducta moral que  nos afecta personalmente, que apela a nuestra conciencia y que como decíamos, nos obliga a actuar en un sentido u otro y con ello ir limando, dando forma y construyendo ese proyecto siempre inacabado que es el ser humano.

Conducta que oscilará siempre entre el mundo real de las cosas y los hechos de un lado y en el otro extremo el mundo ideal de los sueños y legítimas utopías, pues ¿quién no aspira a la justicia, la bondad o el reparto de la riqueza en un grado perfecto? Pues es en ese discurrir por la vida, a través de las obras y el pensamiento, del compromiso y la exigencia, es como se puede llegar a la autenticidad.

La perfección no nos es alcanzable, pero sí lo es el camino de la misma. Y eso es así porque todos los hombres estamos dotados de la posibilidad de ejercer unas virtudes morales. Eso implica aceptar el reconocimiento del hombre en su integridad, libertad y dignidad a la vez que dotado de razón.

Así lo explica el maestro Manuel Parra Celaya exponiendo lo que decía José Antonio Primo de Rivera al referirse al hombre, en frase afortunada, como portador de valores eternos. Entendamos por eternos aquellos que son inmanentes, es decir, inherentes e inseparables de su esencia y por tanto extensibles a todo ser humano, sin distinción de nación, sexo, raza o condición; desde que nace hasta su último estertor; desde que está, allá en el principio de los tiempos, en pie sobre la tierra, hasta el último individuo que sobre ella pueda sostenerse.

Hasta ahora vivíamos de esa “razón histórica” que costó siglos construir.

Pero Occidente hoy pretende olvidar su esencia y al hacerlo reaparece el culto del becerro de oro levantado sobre los huesos de los más humildes, de los desheredados, de los más pobres, otra vez o mejor dicho, como siempre.

El triunfo del egoísmo, del hedonismo, del materialismo y del capitalismo desalmado. Demasiados “ísmos” como para no rebelarse.

Y para mejor medrar, convienen los poderosos en repudiar el ejemplo de Aquél al que llamamos Cristo y que ponía el peso del hombre en su destino libre y trascendente. Y con ello, al negar nuestro origen cristiano nos abocamos a una profunda crisis.

No se pueden separar las religiones de sus civilizaciones adyacentes para entenderlas. Pero en ese intento de ocultamiento siempre saldremos perdiendo porque estamos dando paso al relativismo feroz al apoyarnos ya tan solo en valores tambaleantes, menores, revocables, accidentales, provocando la segura caducidad de ideas y creencias.

Esto daría para dejar aquí entrar en juego a Ortega a explicarnos que las primeras (las ideas) las tenemos y las segundas (las creencias) nos tienen a nosotros. Pero es el caso, que sin ellas no tendremos nada, o algo sí, únicamente el vacío.

Así es que algunos pretenden negar, sin recambio, el mundo de aquellos valores que, desde Grecia hasta hoy, han tejido la urdimbre espiritual de nuestra civilización.

La que ponía al hombre como fin y no como medio (filosofía), la que afirma que el hombre es el sistema (política) y la que asegura la trascendencia de todo ser humano (religión). Siempre optativos en nuestra concepción del mundo. 

Pero en esa visión de las cosas, otros sí nos afirmamos, decimos sí a lo sustancial.

Ya decía Pascal aquello del “yo no sé si Dios existe, pero hemos de vivir como si existiera” en clara referencia a la imposibilidad de desvincularnos de unos principios entrañados ya en nuestro espíritu. Un universo de ideas que hace de cada ser humano un ser libre, único e irrepetible.

Nos vamos, discurriendo poco a poco, alejando tanto del descreimiento como de toda teocracia, faltaría más.

Ya avisamos que esta era una carta dirigida a aquellos que lo sean o se atrevan a ser heterodoxos en cualquiera de sus varias acepciones. Y es que ya hoy creer en algo que esté por encima de la suela de nuestros zapatos, supone para el ¿pensamiento? obligatorio una peligrosa herejía.

Encendamos una luz a la esperanza. El mundo que hemos heredado empezó, como la Era, un día de Navidad, en un pesebre. Fabulosa metáfora. Así fuera un mito, no importa.

El mensaje que allí aparece es radiante: pone al hombre sobre la norma, como valor supremo, ninguna ley humana puede ahormar nuestra conciencia.

Y nace también el Amor como concepto moral. Amor al otro, al pobre, al desconsolado, al bárbaro, al desconocido, al enemigo… porque es tu hermano.

Y por ello, y solo por ello, debemos ser juzgados. “Al atardecer de nuestras vidas, se nos juzgará por el amor” decía san Juan de la Cruz. “Venid, benditos (…). Porque tuve hambre, y me disteis de comer; sed, y me disteis de beber; peregriné, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; preso, y vinisteis a verme” (Mt. 25,34-37).

La moral de Jesús se vuelve así, además, moral social (profesor Manuel Sánchez Cuesta) en la que descubrimos, sin esfuerzo, valores tan “modernos” como la justicia, la solidaridad y la igualdad. Se convierte en cuestión ética, de conducta. No necesariamente, o tan solo, religiosa. Ahí está la clave: puede valer para cualquiera.

Este imperativo amoroso es además universal y maximalista, es decir, alcanza a todo ser humano.

Y tanta grandeza abarcadora cabe en un sencillo Portal de Belén. Un símbolo que solo será completo con el de la Cruz. Hay que tener la conciencia muy errada (¿o será herrada?) para intentar quitar todo eso de nuestra vista, para intentar desvirtuarlo o extirparlo de nuestras conciencias. Aceptar eso implica que, sencillamente, nos estaremos desintegrando, autodestruyendo.

Y yo no quiero ese final. Creo en el Amor, creo en el Hombre. Y en los valores que defiende la Ética cristiana.

Por eso ya he puesto en casa mi Portal de Belén. Y por si las moscas, como todos los años también, ahí he puesto de guardia al Benavides, aquél legionario con cara de pirata y corazón de arcángel, cuya maravillosa historia algunos ya conocéis pero cuyo colofón es que murió modelando entre sus manos, un Niño Jesús de nieve. Entregó la vida con el Amor entre las manos. A ningún heterodoxo se le escapa que El Benavides no se dejaría arrebatar jamás, ni por las buenas ni por las malas, aquello en lo que creía.

Sursumcorda! Feliz Navidad