RAZONES Y ARGUMENTOS

Cultura o política

La forma política de cada época y la forma de hacer política de cada sociedad son de suyo un elemento más de la cultura de esa misma sociedad.

  • Los continuadores morales de la tradición falangista no podemos estar cómodos con el espíritu del tiempo que vivimos.

Artículo publicado en Mástil digital en julio de 2009. Mínimamente actualizado por su vigencia.
Recibir actualizaciones de La Razón de la Proa (un envío semanal).

2020-12-16-cultura-politica-1w
Cultura o política

Cultura o política


De los tiempos en que se gestó la tradición falangista –­allá por los años treinta del siglo XX– se nos ha quedado fijado el prurito de la cosa política como un dato inamovible. En aquel tiempo, tiempo totalitario, y también tiempo revolucionario, la política era vista como el instrumento del que se valdrían minorías conscientes y audaces para hacer triunfar la revolución, fórmula político-histórica con la que se esperaba integrar de forma urgente al disfrute de la vida moderna y desarrollada a las masas recién incorporadas a la realidad de la historia, a la realidad de la política y aun a la realidad misma.

(Esta fue la verdadera gran aportación del socialismo a la historia de la Humanidad: plantar, a la fuerza, ante las barbas de los privilegiados la dantesca visión de la injusticia, la miseria y el dolor de los más, hostigándolos o, cuando menos, amargando para siempre sus dulces sueños, como hoy ocurre, por ejemplo, con mucho burgués “un poquitìn de izquierdas”). 

Y la plataforma desde la que ejecutar esa revolución (ya fuese, en aquel tiempo, fascista o comunista) era el Estado; por ello, su conquista en exclusiva era el objetivo político por antonomasia. El poder era, pues, la capacidad de conducir a un pueblo y modelar “desde arriba”, desde el Estado, una sociedad, por parte de minorías políticas con un plan en la cabeza (un plan que en el fondo aspiraba, aunque no lo supiese, a sustituir al plan mismo de Dios). Tal era la idea de hacer política que prevalecía en ese momento.

Importa, pues, destacar el valor taumatúrgico que entonces, en los años en que José Antonio Primo de Rivera fundaba Falange Española, se le daba a la política, al ejercicio del poder como instrumento definitivo y suficiente para actuar sobre la sociedad, modelándola y dirigiéndola con eficacia expeditiva, sin perderse ni demorarse en demasiadas consultas.

Por muchas razones, como hemos empezado diciendo, a los continuadores morales de José Antonio (continuadores, no repetidores) se nos ha quedado, como una fijación axiomática, la idea de que la política es el único instrumento –el único lenguaje– para operar un cambio (que nos sigue pareciendo necesario) en la vida humana.

No la idea de que la política haya de ser necesariamente autoritaria (un tic del que a muchos les cuesta deshacerse, ciertamente), sino la idea fija de que la política es el único medio para transformar el mundo... porque así parece que se deduce de la vida del “Jefe” hecho mito (para su desgracia y la nuestra). Pero es que él vivió en una época y nosotros, sus continuadores, en otra diametralmente distinta.

Por otra parte, el poder –el grupo humano en el poder, más bien– necesita siempre un consentimiento tácito de la comunidad que dirige, una sintonía de claves mentales, un reflejo sociológico que le dé apoyo y justificación, normalmente en forma de voto o de otros signos de apoyo al poder. Si así no ocurriese, a tal grupo humano –la audaz y consciente minoría constituida en maquinaria electoral– le faltaría el oxígeno y el suelo firme necesarios para desenvolverse políticamente, es decir, ejercer el poder sobre esa misma comunidad.

Y lo mismo ha ocurrido en el caso de las dictaduras, pues también éstas tenían que recurrir a medir el grado de sintonía mental y de consentimiento popular mediante estruendosos baños de masas.

Queda claro que una minoría sólo puede ocupar el poder cuando pertenece, ella misma –su estructura, sus principios, sus deseos–, a la cultura ambiente, cuando sus códigos mentales y aspiraciones son, más o menos, los de la gente común, porque entonces hay sintonía, porque entonces el hombre de la calle entiende el lenguaje y el discurso del grupo humano en el poder o del que aspira a alcanzarlo. Y, por lo mismo que sólo se puede ocupar el poder cuando se dan estas condiciones, sólo en tales condiciones tiene sentido pretender aspirar al poder o, lo que es lo mismo, a hacer política, por modesta que sea.

¿Es ese nuestro caso hoy? Creemos que no (incluso tal vez no lo haya sido nunca). Nunca hemos tenido un proyecto político, que pueda considerarse verdaderamente tal (no me refiero a vaguedades e ilusiones), ni tenemos una base sociológica que nos vote, ni siquiera tenemos hoy día criterios, tanto generales como particulares, desde los que construir una teoría y, a partir de ella, un proyecto.

Pero, haciendo de la necesidad virtud, añadamos esto otro: La forma política de cada época y la forma de hacer política de cada sociedad son de suyo un elemento más de la cultura de esa misma sociedad. Pero eso, a la vez, significa que las minorías que han apostado por hacer política –dentro del clima cultural aceptado y vivido– ya no van a poder cambiar nada, sino sólo perpetuar lo que hay: lo bueno y lo malo. El don de crear, de alumbrar tiempos nuevos les está negado, pues la obligación de un político en circulación es ser la media del hombre medio de la sociedad más o menos estándar en la que se desenvuelve (de ahí es de donde salen los millones de votos, no de lo diferente, que siempre es escaso).

Y sólo lo profundamente diferente –normalmente proscrito en toda sociedad, por moderna que se crea– está en condiciones de aportar la primera pista para un cambio que, con suerte (en realidad, con la ayuda de Dios), permitirá alcanzar un estadio superior de humanidad.

¿Sería este nuestro caso? Podría serlo, aunque no en este momento, desde luego. Porque ¿tenemos, en medio de nuestra confusión y postración mental de hoy, algo que aportar? No hemos trabajado mucho en la revisión de los principios a la luz de nuestro tiempo, ni en la interpretación de nuestro tiempo a la luz de los principios en los que creemos.

Y, cuando lo hacemos, seguimos pensando en términos políticos, cuando nuestra tarea, hoy, como desterrados del sistema que somos (en parte porque nos han arrinconado y en parte por propia desidia) es necesariamente la acción cultural, previa (en varias generaciones) a la acción política.

No hay alternativa: O se está cómodo en el clima cultural (político) existente, y entonces no se puede hacer otra cosa que cambiar los muebles de sitio dentro de la misma habitación para aparentar un espíritu novedoso: y eso es hoy hacer política; o se está incómodo en dicho ambiente porque lo que se desea es cambiar resortes muy hondos y delicados cuyo fracaso, error o perversidad han sido detectados en virtud de una capacidad de mirar distinta de la mirada oficial o de la mirada común.

(Convendría también estar prevenidos contra el vicio de censurarlo todo. Ser un amargado no significa ser un revolucionario, en el sentido enaltecedor que se le daba a esta palabra hasta hace poco).

Lo cierto y evidente es que los continuadores morales de la tradición falangista no podemos estar cómodos con el espíritu del tiempo que vivimos. Pero sabemos eso y poco más. Queda la tarea, primerísima e ingente, de establecer qué queremos de verdad y con qué grado de generosidad, qué principios de verdad sostenemos con ansia casi física, y proclamarlo.

Queda la tarea de identificar con equilibrio y honestidad, despojados de fanatismos, los males de hoy –los materiales y los intangibles– deslindando lo bueno para preservarlo.

Queda la tarea de fijar horizontes, anhelos y acciones de plazo medio y corto para empezar a contribuir a un cambio (que en última instancia tiene que ser voluntario en cada individuo) en los resortes mentales de nuestro, pese a todo, querido pueblo español (que es el que más a mano tenemos). Y quedaría aún poner manos a la obra.

Todo ello son acciones que han de ejercerse en el ámbito del espíritu humano mediante instrumentos de la cultura, no mediante el poder. Este llegará por sí solo cuando el cambio esté maduro y nos toque (a quienes entonces estén) dejar de ser creadores para pasar a consolidar, y mejorar en el detalle, las situaciones alcanzadas.

Entonces sí será la hora de la política.

Comentarios